Por Gabriel Fernandez *
La situación, pese a la intensa campaña propagandística, es bastante clara: en términos locales, el gobierno de Colombia necesita arrinconar a las FARC en la insurgencia para evitar su presencia política nacional; en el erreno continental, los Estados Unidos y otros intereses internacionales anhelan desestructurar el proceso de unidad latinoamericana que protagonizan, entre otros, Ecuador y Venezuela.
Cuando los guerrilleros intentaron, más de una década atrás, insertarse en la vida electoral colombiana, ecibieron una respuesta clara del Estado: las tropas regulares y los paramilitares –origen directo del actual presidente Alvaro Uribe– les asesinaron 3.000 militantes. Así se explica hoy la elección de Raúl Reyes como víctima de la condenable invasión a Ecuador: se trataba de una puerta hacia la entrega de otros rehenes.
Es que lejos de ser un grupo terrorista, las FARC controlan más del 50 por ciento del territorio colombiano; esto sería imposible si carecieran de representatividad entre el campesinado y las poblaciones del interior. Quien piense que el enlace entre la guerrilla y esas regiones es apenas a punta de pistola, tiene una lectura simple de la vida popular. En verdad es Uribe el delegado de una porción minoritaria de la ciudadanía colombiana, en algunas ciudades importantes.
Lo ocurrido en Ecuador el sábado pasado no es otra cosa que la continuidad de las incursiones ilegales contra la soberanía de los vecinos que los grupos paramilitares, impulsados por Uribe con asistencia norteamericana, vienen desplegando desde hace varios meses a esta parte. Ahora, los resultados han sido más espectaculares, pero los ataques contra el campesinado venezolano son habituales y las víctimas carecen de renombre internacional.
De hecho, la movilización militar hacia la frontera dispuesta por el presidente Hugo Chávez se produce recién esta semana debido a la política bolivariana de no aceptar provocaciones por parte del gobierno colombiano. Sin embargo, el gobierno revolucionario podría haber hecho uso de esa legítima determinación el año pasado, sin que nadie tuviera derecho a alzar la voz en su contra. A decir verdad, el último interesado en el diálogo y la paz, a pesar de la intensa declamación, es el gobierno de Colombia.
En tanto, los Estados Unidos perciben la necesidad de relevar su escuálido desarrollo industrial con acciones armadas cada vez más audaces. Si por un lado necesitan de la producción de armamentos, también desean sostener otro de sus principales negocios, el narcotráfico, en el cual el país que dirije Uribe cumple funciones sumamente específicas.
Pero fundamentalmente, saben que la coalición dispar entre Ecuador, Venezuela, Bolivia, Argentina, Brasil, posee un potencial extraordinario y que la gestación del Banco del Sur es una amenaza para las alicaídas finanzas centrales.
Dato más, dato menos, esos países han tenido en las décadas anteriores relaciones bilaterales estrictas con el Norte, que consistieron –básicamente– en entregar dinero, empresas y riquezas naturales. Con todas las dificultades y desajustes presentes, el último lustro les ha mostrado que el nexo multilateral les permite capitalizarse sin quedar atados a los vaivenes críticos de la papelería norteamericana, acceder a recursos naturales no renovables sin demasiadas exigencias y comerciar en términos normales con la vecindad.
Como resultado general aunque parcial de este proceso, se pueden señalar dos conclusiones que no por obvias resultan menos trascendentes: las economías latinoamericanas han crecido bastante más que la norteamericana. Pelearse con el grandote del barrio ha sido siempre un riesgo, a menos que sus músculos devengan fláccidos y sus manoplas –pesadas, de todos modos– carezcan de la agilidad que brindan brazos firmes y bien entrenados.
Todo el mundo, excepción hecha de los numerosos zonzos que hacen caso a la Sociedad Interamericana de Prensa, sabe que las cosas son así. Si Dios existiera perdonaría este exceso en la aseveración rotunda. Todo el mundo, menos los seguidores de los medios que participan de la algarada, sabe que hay intereses locales e internacionales que trabajan arduamente para evitar la paz en la región.
Una paz que consistiría, elementalmente, en admitir la soberanía popular en cada país, permitiendo que los gobiernos elegidos por sus pueblos desarrollen las políticas que deseen.
Los argentinos y no pocos latinoamericanos ya sabemos que la paradoja se recrea continuamente: quienes devalúan las decisiones colectivas e impulsan acciones militares destinadas a obturarlas, hablan de democracia. Algunos payasos perversos, de esos que estuvieron ligados a la dictadura regenteada por Videla y Martínez de Hoz, se permitieron –con afán crítico «presente»– comparar a Chávez, elegido nueve veces a través del voto libre, secreto y universal, con aquél régimen.
Si el actual camino de unidad subcontinental se deteriora, las primeras víctimas serán los pueblos del Sur. Todo lo demás es cháchara promovida por los militantes de nuestra pobreza. Nítidos herederos de aquellos que desde estas mismas tierras combatieron a Simón Bolívar y José de San Martín.
Nuestro crecimiento es su derrota. Nuestra unidad, su peor pesadilla.
* Director Revista Question Latinoamérica / Director La Señal Medios