
Por Agustín Montenegro *
Cuatro: San Juan y Entre Ríos. La cita «cantada», la emboscada. Sus pertenencias: ese revólver que era casi como una pastilla de cianuro, al decir de Verbitsky, la escritura de su casa en San Vicente, la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, que envía exitosamente, y su último cuento, «Juan se iba por el río». Carlos Gamerro narra con una voz desgarradora su génesis y la herida profunda que ese cuento representa para la literatura argentina. Su artículo se llama «Rodolfo Walsh, escritor» y se encuentra en El nacimiento de la literatura argentina, recientemente reeditado por editorial Excursiones. «Juan se iba por el río» era la cristalización de un proyecto fracasado o inconcluso, el proyecto de la «novela seria”. Su existencia demuestra que la literatura no es una extensión de la militancia ni viceversa, sino que ambas son esferas que entran en tensión, se hermanan, se acoplan o se contradicen. Esa gran obra fue mutando con los años y nunca se completó. Fue, durante un tiempo, una historia monumental con tres líneas. 1880: un hombre cruza el Río de la Plata a caballo. 1914: El tío Willie decide volver a Irlanda a pelear contra los ingleses. 1945-1955: Lidia Moussoumpes, personaje de «Cartas» y «Fotos», le escribe una carta a Perón. Es decir: toma la forma de la gran novela del siglo XX, esa que Borges nunca escribió. «No hay nostalgia peor/Que añorar lo que nunca jamás sucedió», dice la canción de Sabina. Una línea de tiempo de la literatura argentina tendría diversos hitos, según cómo se haga y cuánto tiempo se tenga: Martín Fierro, “El matadero”, los indios ranqueles de Mansilla, el nacionalismo centenario de Lugones, la vanguardia de los 20, el cross a la mandíbula de Arlt, Adán Buenosayres o el «Ulises argentino», la revista Sur, las Ficciones de Borges, Operación Masacre, la revista Contorno, el arte pop de Manuel Puig, la rayuela cortazariana, el niño proletario de Lamborghini, el río de Conti, la Carta abierta, la Evita de Perlongher, las mil novelas de César Aira. La novela de Walsh es un momento clave de la literatura argentina y es un acontecimiento que nunca sucedió. “La novela peronista de Borges”, como dice Gamerro. “Juan se iba por el río” es el escrito que no sobrevivió al secuestro y desaparición de Walsh. Sobrevivió la Carta, siendo hoy uno de los documentos más importantes de nuestra historia.
Tres: La “serie de los irlandeses” comprende mucho más que solo tres cuentos con escenarios y personajes compartidos. Son obras de una gran maestría narrativa, de un clima completamente distinto al de los cuentos policiales que Walsh supo escribir con destreza. Son cuentos que remiten a los momentos epifánicos de Dublineses de James Joyce. Literatura en un estado altísimo, eso es la serie de los irlandeses. En «Irlandeses detrás de un gato», publicado en Los oficios terrestres (1965). El Gato, flaco alto y ágil, pero también cetrino y silencioso, debe cumplir con el rito de iniciación que todos atraviesan al llegar al internado: pelear. Por una disposición extraña, por un conjunto de variables en las que se incluyen el cansador viaje y una situación existencialista, el Gato no quiere pelear. Quizás podría hacerlo otro día, quizás más tarde. Pero no quiere hacerlo en el momento en que el pueblo lo determina. Lo que se da a continuación es un escape sin salida posible, plagado de recovecos, sombras y temor, un verdadero escape felino por entre los muros del colegio.
«Los oficios terrestres», cuento publicado en Un kilo de oro (1967) nos reencuentra con el Gato y con el joven Dashwood, que tienen una tarea molesta entre manos: deshacerse de los restos de la fiesta en el basural. Y si Dashwood está gordo tras haber participado, gracias a esos «oficios terrestres», de forma furtiva en los banquetes eclesiásticos, El recuerdo de su llegada aleja al Gato de Dashwood con una frialdad implacable: «casi hasta la muerte» lo había perseguido junto a los demás. Por eso ahora el Gato no tiene ni piedad ni compasión con un Dashwood cuyas manos, repletas de sabañones, supuran bajo el peso de la carga. La tensión está puesta en el paulatino avance de una forma de locura en la mente del pobre Dashwood y en la particular disposición calculadora, «aborrecible», del Gato en ese largo camino de sufrimiento hasta el basural.
«Un oscuro día de justicia» es el último cuento publicado por Walsh en vida, aparecido en 1967 en la revista Adán y en 1973 publicado en forma de libro junto a una entrevista que le hace Ricardo Piglia. El celador Gielty está empeñado en que el pequeño Collins debe pelear con el Gato. Como siempre, el Gato debe calcular sus propias capacidades de resistencia y articularlas con su acomodaticia forma de experimentar los hechos que le suceden. Espera, juega, pega y retrocede, siempre dueño de sí mismo. Gielty, fuera de control, ya se granjeó todo el odio del pueblo. La figura del tío de Collins, Malcom, empieza a surgir como la única solución para frenar la locura de Gielty en una verdadera pelea por el fin de la opresión. La enseñanza final no puede ser más dura: «el pueblo aprendió que estaba solo, y cuando los puñetazos que sonaban en la tarde abrieron una llaga incurable en la memoria, el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza».
Dos: “Esa mujer” y “Nota al pie” son los cuentos de Walsh con los que se queda David Viñas en su artículo «Rodolfo Walsh, el ajedrez y la guerra» porque diagraman la lucha por el espacio textual, que es también una de las cifras del itinerario de Walsh como escritor, escritor comprometido, escritor militante, militante escritor.
Probablemente Esa mujer (1966) sea uno de los trabajos más conocidos del Walsh escritor. Ahí se cruzan dos líneas. Una es la de la Historia: un periodista obsesionado con saber qué sucedió con el cadáver de Eva Perón entabla una conversación con el militar responsable de su desaparición. La escena es teatral y tétrica, una pulseada de información iluminada por un cartel de Coca-Cola gigante que permite distinguir apenas las siluetas de los protagonistas. La figura del periodista tal como la empezó a construir Walsh está sobre la fina línea del límite, esa que divide la vida del escritor de la vida del militante. Desde Operación Masacre el periodista es un laburante de la palabra que trabaja con los hechos reales: un oficio terrestre peligroso que requiere combinar una idea de Justicia que paulatinamente se borra del horizonte y las destrezas y habilidades de otros personajes: el manejo del disfraz de un Sherlock Holmes, la voluntad física de un Hemingway (otro periodista), el cambio de identidad de un espía de película. Acá el periodista se balancea porque hay algo del orden de la fascinación histórica del cuerpo de Eva que lo obsesiona:
«Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzaran, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.»
Si la última frase parece el verso de un tango no hay que sorprenderse, puesto que esa soledad del personaje es la crisis expresiva de alguien que necesita dar un salto más. Su «Ella no significa nada para mí» resuena en el prólogo de Operación Masacre: «Valle no me interesa, Perón no me interesa». Lo que importa es lo que se esconde detrás: la verdad. Mientras que en la ficción pura la información es narrativa, en Esa mujer la información es la clave de la Historia y nadie la ha descubierto. Por eso Esa mujer es un cuento increíble: una historia terrible como la del cuerpo de Evita y su derrotero se esconde entre las sombras de una habitación que no muestra nada más que una certeza, aquella que el Coronel espeta al final del cuento: «Esa mujer es mía».
Nota al pie es un cuento particular. El traductor autodidacta Alfredo de León ha muerto y su jefe, Otero, casi único conocido va a buscar una carta que el difunto le ha dejado, a hacer el duelo. La casera le deja una carta de León que Otero no abre. Ahí se abre la nota al pie, una confesión con la voz de León que cuenta, como puede, la forma en que morirá. La figura de León es también la que está en un límite existencial: casi sin información, el lector puede entender que de alguna forma el contexto oprime su espíritu hasta llevarlo a tomar veneno. Ese traductor es el viejo Walsh-escritor-traductor, que se aleja del paradigma borgeano y, como dice Viñas, «crece desde el pie». La desgarradora y enigmática confesión se va comiendo, literalmente, las páginas que ocuparía centralmente el relato de la visita de Otero a la pensión. Mientras que en la primera página la carta de León es solo una línea discontinuada, en la última el relato de Otero ha desaparecido y solo queda la voluntad alienada de León, que ha calculado los golpes de tecla en su Remington y ha descubierto una enseñanza desoladora: no han servido para nada.
Uno: El “Prólogo” de Operación Masacre es una bisagra en la literatura argentina. Hace textual el pasaje del escritor cultivado en el paradigma borgeano de los años ’50 al escritor comprometido con una realidad que efectivamente se filtra e invade sus comodidades burguesas. Así es como lo escribe el propio Walsh: considerar la «verdad» o la «mentira» de la afirmación no es tan pertinente como observar la construcción de la escena.
«La primera noticia sobre los fusilamientos clandestinos de junio de 1956 me llegó en forma casual, a fines de ese año, en un café de La Plata donde se jugaba al ajedrez, se hablaba más de Keres o Nimzovitch que de Aramburu y Rojas». Un espacio intelectual que un año atrás había sido sorprendido por la revolución de Valle y que hoy literalmente invade el espacio personal de un escritor: en las paredes hay sangre y ha visto morir a un hombre en soledad. Quizás por primera vez, Walsh siente la violencia de darse cuenta: frente a su casa hay un cuartel. Inquieto, Walsh piensa: «Valle no me interesa. Perón no me interesa, la revolución no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez? Puedo. Al ajedrez y a la literatura fantástica que leo, a los cuentos policiales que escribo, a la novela «seria» que planeo para dentro de algunos años, y a otras cosas que hago para ganarme la vida y que llamo periodismo, aunque no es periodismo.». Ahí aparece la historia de Livraga y el desarrollo que todos más o menos conocemos: la historia del fusilado que vive y uno de los más grandes trabajos de investigación de la historia argentina. De los más grandes, porque en el pasaje no solo están la búsqueda de la verdad y la atmósfera noir que le gana de mano a Truman Capote. Sino que también está ese escritor que reflexiona sobre la naturaleza de su trabajo. ¿Se puede, después de haber visto morir a un hombre por una revolución política, volver a escribir policiales como aquellos que desarrollaba en Variaciones en rojo? De alguna forma, Walsh es al detective lógico Daniel Hernández lo que Philip Marlowe es a Sherlock Holmes: el tornado de realidad que se lleva puestos el sillón, la pipa, el ajedrez, el documento de identidad, la tranquilidad y la literatura fantástica, y que en la búsqueda de la verdad (enterrada en el barro de José León Suárez) también hace crecer otra idea en la mente del escritor, esa que indica que finalmente lo que se ha perdido no es solo la Justicia, sino también su propia seguridad. La vida en peligro por la Verdad y por una idea de justicia que se aleja cada vez más en un horizonte difuso: «Ahora, durante casi un año no pensaré en otra cosa, abandonaré mi casa y mi trabajo, me llamaré Francisco Freyre, tendré una cédula falsa con ese nombre, un amigo me prestará una casa en el Tigre, durante dos meses viviré en un helado rancho de Merlo, llevaré conmigo un revólver, y a cada momento las figuras del drama volverán obsesivamente…
Veinte años después Rodolfo Walsh sería un desaparecido de la dictadura cívico-militar: por última vez llevó un revólver. Se cumplen hoy cuarenta años de esa emboscada y unos aproximados sesenta de ese “Prólogo” que es un momento clave de la literatura argentina. Vale recordarlo hoy y siempre como uno de los más grandes escritores que tenemos. El escritor de los fusilamientos de José León Suárez y el de los diagramas de la confitería Real en Avellaneda donde muere Rosendo García en la interna cegetista, el de las increíbles voces de «Cartas», el de las sombras como un ring de box de “Esa mujer”, pero también el creador de el Gato, ese felino joven que escapa, avanza y retrocede, el de la novela inconclusa, el de los policiales, el de la realidad, el de la realidad en números y cosas concretas desplegada en ese testamento que es la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar. Acuerdo con lo que dice Daniel Link en su compilación El violento oficio de escribir: Walsh tenía entonces 50 años. «Muchos años atrás, el escritor era Borges y él solo un autor de novelas policiales. Pero en 1977, y ahora, las cosas han cambiado. El escritor, el escritor de verdad, es Rodolfo Walsh».
Hoy, cuarenta años después, lo sigue siendo.
(*) Conductor de Las Lecturas / Radio Gráfica