
Por Agustín Montenegro *
Un problema fundamental de la literatura argentina. Problema como núcleo de cuestiones complejas, y no como algo que, necesariamente tenga una solución. La versión del peronismo que dio la literatura argentina (hablando de ficción) fue la antiperonista, en su versión más recalcitrante. La lista es larga: «El simulacro» de Jorge Luis Borges, «La fiesta del monstruo» de Borges y Bioy Casares (que retoma la línea de la «violación» de «El matadero» de Esteban Echeverría, de la tradición antirrosista), «Casa tomada» pero más aún «Las puertas del cielo», de Julio Cortázar.
El peronismo tiene dos escritores fundamentales que han sabido ingresar, de alguna manera, a algún tipo de canon argentino: son Leopoldo Marechal y Leónidas Lamborghini. Más el segundo que el primero, ya que mientras Marechal dialoga con el catolicismo, los textos platónicos y los lenguajes populares (sobre todo en Adán Buenosayres) Leónidas (hermano de otro escritor fundamental: Osvaldo Lamborghini) acuñó una obra revolucionaria en un sentido estético: asimilando textos nacionales clásicos, literarios, pero también otras tradiciones, Leónidas Lamborghini trabajó con procedimientos estéticos de vanguardia: el recorte, el collage, la reescritura, la intertextualidad.
Me resultan muy interesantes las versiones del peronismo de Tomás Eloy Martínez, que trabajaba desde la obsesión no enfermiza, y supo de alguna forma poner en ficción la relación entre el peronismo y la fe, y esta fe como una forma de espiritismo. Ahí están La novela de Perón, Santa Evita y «Perón sueña con la muerte». Otro gran cuento es «Cabecita negra» de Germán Rozenmacher. Cuenta la historia de un hombre que, desvelado, nervioso y ansioso, escucha los gritos de una mujer en la calle. «Era una china que podía ser su sirvienta», dice el narrador. Cuando Lanari le extiende un billete, aparece un policía. Terminan en su casa, repitiendo uno de los tópicos literarios de la literatura sobre el peronismo: las patas en la fuente (Lamborghini) y la casa tomada (Cortázar).
Hay, después, una tradición maldita, espuria y completamente rebelde: la del Néstor Perlongher y su «Evita vive (en cada hotel organizado)», escrito en el 75, publicado primero en San Francisco, EE.UU en el 83, después en Suecia y finalmente en el 88 en la revista «Cerdos y peces» y en el 89 en «El porteño», con un epígrafe histórico de sus editores: «Su título hace referencia al Movimiento de Inquilinos Peronistas de los años ´70, cuando soplaban aires bien distintos. Hoy El Porteño lo incluye en este suplemento mientras ruega a Alá para que a Perlongher y a estos redactores no les suceda lo que a Salman Rushdie». La relación era tan provocativa como posible: la redacción había recibido amenazas de bomba y llamados telefónicos en los cuales amenazaban «travestis los vamos a matar».
¡¿Por qué tanto lío?! Perlongher pone a una Evita insurrecta y resurrecta en el cuerpo de una prostituta de puerto, una suerte de musa de un aguantadero de yonkis y dealers, y luego una escort vip. Está claro: el espíritu rebelde, el origen artístico y las difamaciones liberales de Eva Duarte hacen que el mito supere las versiones conservadoras y litúrgicas (el peronismo como religión) del movimiento. ¿Acaso la patria peronista no incluye también a los lúmpenes, los drogadictos, las prostitutas? Evita se va y el narrador dice: «Estábamos relocos y las viejas déle coparse con el llanto, nosotros les pedimos que ese bajón de anfeta lo cortaran, sí, total, Evita iba a volver: había ido a hacer un rescate y ya venía, ella quería
repartirle un lote de marihuana a cada pobre para que todos los humildes andaran superbien, y nadie se comiera una pálida más, loco, ni un bife». Es el germen de muchas cosas: de una visión punk de Evita, de Capusotto, del movimiento LGBT, quizás. Un momento verdaderamente genuino de la literatura. En 2014 editorial Planeta publicó uno de los pocos libros de revisión de la literatura desde una óptica peronista: Con el bombo y la palabra, de Rodolfo Edwards. Como forma de ingreso a un amplio cuerpo de textos es una propuesta interesante, pero el libro de Edwards expone las tantas falencias que tuvo el peronismo para leer lo que escribían de él. Al leer las versiones transgresoras de Perlongher y Copi (Raúl Damonte, que hizo una Evita directamente travestida, interpretada por Facundo Bó), Edwards dice: «Como peronista eso me ofende mucho». A Rawson le gusta el peronismo como «la alegría de vivir», no las versiones que buscan cuestionar el mito y reformularlo. Su libro está dedicado a leer la literatura con un «peronómetro», más allá de su «valor» estético (de hecho, rescata un poema de Perlongher como uno de los mayores de la literatura argentina). Pienso que ese tipo de lectura solo tiene un valor anecdótico, y que el análisis de Edwards ignora grandes corrientes de análisis que permiten leer las relaciones entre literatura y sociedad de forma mucho más productiva. Pero aún más, su libro muestra un estado de la cuestión que, en la relación entre peronismo y literatura, construye una posición conservadora y segregacionista: con Evita no se metan, con el primer peronismo, no se metan. «Con la memoria de la santa compañera Evita no se metan». ¿Y acaso quién tiene la posta de lo que la santa compañera quería? ¿Los compañeros de las 62 organizaciones o los Putos Peronistas?
La literatura, ante todo, es como bien decía Jacques Derrida, la posibilidad de decirlo todo. Pero ese decirlo todo no es solamente una referencia a la famosa «libertad» del parlamentarismo europeo: es una libertad-libertaria. No reconoce paternidad ni de la historia ni de la política, y mucho menos del conservadurismo estético. Salman Rushdie lo sabe, pero también lo supo Rodolfo Walsh, a quien Ongaro acusaba, ligeramente, de burgués por su literatura. Un problema contradictorio para la imagen del militante es la imagen del Walsh escritor, de la cual tan bien habló Carlos Gamerro.
El problema con interpretaciones como las de Edwards es que parte de un error: estética y política van por separado. Cuando en realidad es exactamente al revés la cosa: estética es política. Hay que aprender menos de los soviéticos, en este sentido, y mucho más de los irlandeses. La literatura es máscara y farsa, es juego y parodia, y es una constante inquietud por las identidades nacionales. Cuando la literatura se busca estática, pierde su rol social y su capacidad política.
La otra corriente que se pierde con la lectura de Edwards es la de Ernesto Laclau, identificada como teoría del populismo. La interpretación de Laclau es antidogmática. Posmoderna y antidogmática: permite que bajo el peronismo se alineen reivindicaciones de género, culturales, económicas, a veces disímiles, pero que debajo del paraguas enorme y complejo de un movimiento popular, encuentran forma de encadenarse para cumplir con sus demandas. Después da para discutir si el partido sí o no, si la determinación de clase sí o no. La lectura de Laclau es buena, sirve para pensar al peronismo hoy y cómo se lo asimila en el mundo, ya olvidada la famosa interpretación «nazificadora».
El peronismo mejor representado es el que da cuenta de sus contradicciones, de su complejidad, de su rareza. Jorge Asís previó la sustancia del peronismo menemista con Los reventados, en los 70. Hugo Salas, en su novela reciente El derecho de las bestias, pensó una gran propuesta: con el lenguaje del antirrosista José Mármol (el de la gran novela del siglo XIX, Amalia) dibuja una ficción en la cual se cruzan una Evita autómata con Victoria Ocampo, Firmenich, López Rega, Perón, José Bianco. Da vuelta lenguajes, crea coincidencias históricas: da cuenta de los cruces y encrucijadas que tiene el peronismo en la historia literaria. «Evita vive» es una de las grandes obras de la literatura y del peronismo, porque va al filo de la cuestión, ahí donde las cosas tiemblan y la literatura puede decir algo. Si buscar ficciones celebratorias y tiernas implica resignar lo literario, entonces el peronismo, como forma de pensamiento, está rechazando al arte. Perón decía «Yo sólo leo a los amigos». Válido para el General, pero una postura compleja para un escritor o un crítico. Si una teoría literaria peronista sigue ese camino, se encontrará con que tiene demasiado en común con las prácticas de lectura más liberales.
Antes que diferenciar en «gorilas», «contreras» y «compañeros», la literatura debería ser cuestionada en términos más complejos: qué tienen los compañeros de gorilas, qué implica ese enorme cuerpo textual «gorila», cuáles son las percepciones estéticas de los hechos históricos. Por qué Evita puede darle una planta de faso a cada uno, por qué Perón sueña con la muerte en un instante esotérico. Esto también permite decir que Leónidas Lamborghini era un gran poeta de vanguardia porque era peronista, y que Perlongher (como Asís) vio productividades y núcleos en el peronismo que ni el mismísimo General podría haber imaginado.
(*) Columnista de Cultura en Punto de Partida