diciembre 09, 2024

Con los pies en la arena (para leer este verano)

Con los pies en la arena (para leer este verano)

Por Agustín Montenegro *

¡Ah! El verano. Los crotos lavándose las crenchas en la frescura de las fuentes que pueblan nuestras plazas. La Feliz, atestada de argentinos que quieren ver, detrás de toda esa gente, un poco de mar. Ahí, moviendo los deditos en la arena (y sin distraerse con la propuesta de churros, barquillos y pirulines), algunos eligen leer.

Los discursos de la literatura tienen que hacer de este momento un campo de batalla clave contra los Stamateas y los Paluch. Explicar, de algún modo, que si lo que se busca es distinguir a la gente que hace mal (también conocidos con el oprobioso “gente tóxica”), solo hay que aventurarse a conocer al miserable Fagin de Oliver Twist o al Rengo de El juguete rabioso. Lo que permite la literatura ante esos libros facilistas es, justamente, la complejidad. Leer literatura equivale a aventurarse en lo desconocido. No sabemos qué vamos a encontrar. Complejidad que no pueden darnos los sujetos que pueblan a veces los rankings de las librerías.

Pero hay más sobre la literatura en la playa. Porque, trágico o no, la playa es uno de los pocos lugares que se lleva a las patadas con los dispositivos digitales. Ya lo sabemos desde hace mucho tiempo: las vacaciones del argentino son una lucha constante contra la tormenta de viento y la arena dura y picante. Y ahí donde el argentino sabe triunfar, por viejo y por bicho, las tablets y las notebooks pierden porque han sido fabricadas para la superficie amena del hogar.

Por lo tanto, hay que leer. Y no leer cualquier cosa. Para leer en la playa, en la montaña o en la sierra, hay que elegir cuidadosamente. ¡Y no hablo solo de autor y título! Me refiero a tamaño. Un lector precavido no lleva un libro de Soriano. Se leen demasiado rápido y dejan la sensación de querer más. Por lo tanto, lleva tres, a razón de uno cada cuatro o cinco días. De la misma manera, el avivado tampoco lleva un adoquín intrincado y complejo como Ulises sin agregarle algo así como una colchoneta de aterrizaje que esté en las antípodas de una misión tan riesgosa. Una novela de Alejandro Dumas, o algunos cuentos de Fontanarrosa harán bien de colchoneta.

Algunos de los autores que pasaron por la columna literaria de Punto de Partida califican para un buen rato de lectura vacacional. Uno de ellos es Miguel Briante. Tanto Las hamacas voladoras (Sudamericana) como Ley de juego (Página/12) participan de un realismo opaco, con antihéroes cabizbajos y pensativos. En Briante se conjugan Borges y Conti. Tiene piezas increíbles, y vale la pena conocerlo, ya que todavía es un “tapado” para la literatura canónica y también para la popular.

Otra joya oculta es Libertad Demitrópulos y su novela Río de las congojas (Fondo de Cultura Económica). Con la voz de la mestiza María Muratore, amada por otro mestizo y enamorada de Juan de Garay, Río… es, como bien dice Ricardo Piglia, uno de los grandes discursos ficcionales de la historia colonial argentina. Inventando la voz y el cuerpo de la historia de Muratore, Demitrópulos va contra la novela histórica, mostrando que a veces, en literatura, cuanto más lejos estén las cosas de la realidad, más se van a acercar a ella. Con Ema, la cautiva de César Aira puede hacer un perfecto tándem con personajes femeninos extraordinarios.

De alguna forma, la columna recorrió parte de nuestra tradición cuentística, profunda y de una técnica impresionante. Ahí está Abelardo Castillo con sus Cuentos completos (Alfaguara), mezclando las pesadillas de Poe con la herencia rusa y existencialista, y creando cuentos como “Las panteras y el templo”, para leer una y otra vez, extasiados en la imposibilidad y la recurrencia del horror. Pero también está la más contemporánea Vera Giaconi (sobre quien ya escribimos) y uno de los padres del cuento realista actual, Raymond Carver, con Catedral (Anagrama), un conjunto de historias secas y perturbadoras sobre esa clase de laburante estadounidense de fines de los setenta que llena sus vidas vacías con comida y televisión. Federico Falco, otro gran cuentista actual, demuestra que la narrativa corta, cuando es buena, es paciente, a veces casi estática, obsesiva en los detalles. Sus historias, que pueden leerse en La hora de los monos (Emecé) o 222 patitos (editado otra vez por Eterna Cadencia) llegan de forma cotidiana a codearse con el vacío en ciertos casos, y con lo trágico y lo cómico en otros. Ese es el caso de “Los días que duró el incendio” (en La hora…), un musical off-Broadway que canta la historia de un violador serial que acosa a la ciudad.

Nunca está de más considerar alguna buena aventura de Robert Louis Stevenson para las vacaciones. Revisar clásicos como El extraño caso de Dr. Jeckyll y Mr. Hyde en la superior edición nacional de Colihue sirve para dar un marco a lecturas que, del colegio o de la vida, teníamos ancladas en la memoria. Lo mismo sucede con Baudelaire y Las flores del mal, también editada (en versión bilingüe, con introducción y notas) por Colihue.

Y si lo que necesitamos es caos para luchar contra la tranquilidad de las vacaciones, este año fue reeditado Juan Rodolfo Wilcock por la editorial La bestia equilátera, otro bizarro autor local que desarrolló una gran parte de su obra en italiano. Ya sea a través del príncipe metafísico y deformado de “El caos” o a través de los cerditos invisibles de “Los donguis” (yo tendría cuidado al pasar cerca de Parque Lezama), lo de Wilcock es un buen punto de partida para descubrir otro secreto bien guardado de nuestras letras.

Recomendar libros es una forma de estandarización. Los diarios recomiendan lecturas basándose en los hitos del año o en los más vendidos, o acaso en la opinión de una autoridad que no debería salirse demasiado del estándar. Las navidades habrán visto multiplicar las arcas de grandes editoriales con bodoques sobre el fiscal Nisman o con la última aventura amorosa de Florencia Bonelli. Nosotros, en todo caso, preferimos separar, como se dice, el trigo de la cizaña. Lamentablemente, y con perdón si ofendemos a alguien, preferimos aceptar la dinámica caótica de lo literario como la forma en la que se puede vivir mejor, y considerar la naturaleza tiempista de todo lo demás una pérdida de tiempo. Sin pelos en la lengua hay que decirlo: leer literatura es mejor que no leerla. Por eso fuimos de Shakespeare a Martín Kohan sin escalas, y por eso revisamos tanto al best seller irlandés John Connolly como las publicaciones de la Biblioteca Nacional. La literatura under local, las editoriales medianas y las grandes. Cada uno tiene media hora de columna, cada uno comparte unos temas, unos mates, y algunas apreciaciones y comentarios. Es la belleza inevitable de la literatura como la laburamos: no se vende fácil y no se agota rápido, sino que es un cuerpo movedizo y atractivo de ideas, palabras y cosas que siempre hay que estar comprendiendo y, sobre todo, difundiendo.

(*) Columna de Literatura en Punto de Partida / Radio Gráfica

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