
Por Agustín Montenegro *
La tradición del cuento en el Río de la Plata es un bastión literario. Sin pasar obligados por Borges, podemos hablar de Cortázar y Felisberto Hernández, siguiendo por Bioy Casares, Abelardo Castillo y Rodolfo Walsh. Frágil, extremadamente dependiente de la economía de sus recursos, casi unido por un cemento sutil que mezcla el ritmo, la puntuación, el punto de vista y la estructura, al cuento no lo domina cualquier escritor, ni tampoco lo disfruta, hoy en día, cualquier lector.
Además, el cuento tiene una particularidad casi misteriosa que lo emparenta más con cualquier electrodoméstico que con la prosa novelística. Si una licuadora no tiene un botón para prenderla, simplemente no sirve. En este sentido, el cuento tiene esa cualidad técnica y formal específica que, a diferencia de los aparatos de la casa, necesita de la alquimia de una poética, de una voz y de un estilo, para evitar que se vuelva una narración estática y sin nada para decir. Para terminar con la metáfora, el cuento que funciona es como una licuadora que logra un licuado inesperado, nuevo y desconocido, con la misma fruta de siempre. Y, de la misma manera, un cuento que no funciona no sirve para nada.
Larga introducción, pero necesaria, para hablar de Carne viva. El libro de Vera Giaconi separa sus historias en dos partes. La primera propone insistentemente un sistema conocido por el lector de cuentos: la tensión entre situaciones rituales y situaciones límite, intercambiables y a veces unidas por una lógica de causa/consecuencia. Mientras que Amanda trabaja cocinando tortas y sufre la invisibilidad y el silencio al que la condenaron sus hijas, Gloria se obsesiona con un asesinato mediático en camino a una reunión familiar, y Mónica espera a su hermana paralítica mientras lucha de forma tácita con la subjetividad creciente de su hija. La segunda parte cuenta tres historias centradas en Ema y su pareja Teo. “Odio los diagnósticos”, dice la autora en varias entrevistas en medios como Página/12 y Diario Registrado, y el resultado y la consistencia de ese desprecio es positivo. En ningún momento se establece un saber médico o filosófico sobre qué hace que Ema no coma, no se case, no tenga hijos, no disfrute, no salga de sí. Cuando la narración se da sus propios argumentos para desarrollarse y defender su territorio, para no ser explicada por otro discurso, nos damos cuenta de que estamos ante una obra de literatura.
Por otra parte, Giaconi tiene una cualidad inusual: puede acercarse a milímetros de sus personajes, sin juzgarlos, narrando desde una tercera persona que está dentro y fuera de la conciencia de sus protagonistas. Dominar esa técnica y mantener la tensión y la profundidad de los personajes, mostrar el enigma de sus rostros sin develarlo, es notoriamente difícil. De vuelta, el odio al diagnóstico hace que los cuentos se mantengan en ese fluido equilibrio sobre la cuerda más floja de todas. Diagnosticar es juzgar, y por lo tanto, desde una distancia ética o científico-médica, distanciarse del otro hasta hacerlo un objeto juzgable. Renunciar al diagnóstico es abrazar la narración y enfrentar, como un desafío, el trabajo minucioso del escritor de cuentos, que se rehúsa a hacer historiales, sentencias o poéticas burocráticas.
Los cuentos de Giaconi hay que leerlos con paciencia y tiempo. El ritmo y la pausa son más importantes que los finales. Los lectores habituados al cuento van a ver que todavía hay orfebres dispuestos a renunciar a la lógica actual del efecto y la velocidad. Para los que vayan demasiado rápido, acercarse a Carne viva puede significar una pausa en tensión. Algo así como un semáforo amarillo de cien páginas.
Ficha:
Carne viva
Vera Giaconi
Eterna Cadencia
2011
106 páginas
(*) Columnista de Literatura en Punto de Partida