La sala está llena de humo. Sobre el escenario, un panorama callejero: andamios, palets, botellas, cajones viejos. Cuando vemos a Fausto hablando en cocoliche, entendemos que Juegos de Fábrica se despliega en una hipotética Argentina de principios de siglo XX.
En el paisaje industrial decadente de una fábrica abandonada, siete chicos practican un juego de mímicas militarizadas. Hay que disparar, y caer. Ser un caballo, y someterse a la dominación. El punto es el nuevo, Fausto, que se escapa de las prácticas pedagógicas violentas de la escuela, para refugiarse en las prácticas lúdicas violentas de la fábrica abandonada. El déspota (y no el líder) es Uno, quien junto a sus hermanos Andrés (el afeminado) y Juana conforman el ala rebelde de la fábrica. Rebeldes porque la fábrica para ellos no solo es el lugar del entretenimiento pleno de tensión, sino porque también constituye un escape de una vida de clase media: parece que los edificios abandonados son el espacio de refugio del rebelde sin causa. Segundo y Raúl, por su parte, comparten los juegos, pero el espacio, para ellos, es otro: es el del trabajo. Pagan un alquiler a Uno para usufructuar la fábrica y así ganarse unos pesos. Las edades son las mismas, las realidades, distintas.
En el juego, sin embargo, son todos iguales: soldados de Uno, en su presencia juegan a marchar, dominar y tirar. No pueden jugar a otra cosa. Cuando la presencia del déspota se retira, otras formas discursivas que no son las de la dominación entran en escena. Segundo y Raúl discuten sobre la relación entre el conocimiento y el poder, y sobre el valor del trabajo y del dinero. Nada inocentes los chicos, se preguntan en concepto de qué pagan un alquiler para utilizar una fábrica abandonada. Fausto y Juana, por su parte, se abocan, por unos minutos, al inocente juego de la rayuela, que se juega sin armas ni tiros, y que se gana si se llega al cielo. Segundo, por su parte, describe el mundo con otra metáfora lúdica, la de las bolitas: están las lecheras, blancas e inmaculadas, están las “ojo de gato”, baratas pero transparentes, y están las de plomo. Ésas son las que golpean fuerte.
Juegos de Fábrica tiene una puesta innovadora y, mejor aún, consecuente. La música es interpretada por un power trío sobre el escenario: sus integrantes se llaman a silencio, entre las sombras, cuando las canciones finalizan. La escenografía está tan bien construida (con tanta inteligencia) que a veces no podemos ver de dónde salen las voces, ya que los micrófonos están en muchos casos integrados con otros elementos: pedazos de madera, armas de juguete.
Cuando una obra entra en diálogo fluido con otras obras artísticas de distintas épocas y períodos a través de sus formas es cuando nos cercioramos de que estamos ante un autor y una propuesta estética. Los intertextos, nunca sugeridos de forma directa, son numerosos y hasta ambiciosos. Uno es una reescritura en clave argentina de ese gran déspota juvenil que era el Jaibo de Buñuel en Los olvidados. Sin embargo, tanto sus monólogos sobre la fuerza y el poder, y los diálogos entre Raúl y Segundo, resuenan en las obras de Arlt, y Los siete locos entra entonces como influencia, haciendo confluir la delirada revolución del Astrólogo con la estética productivista de la puesta: los bailes robóticos, los jóvenes alienados entre la mugre, la representación de la violencia, y el paisaje industrial pleno de consignas decadentes cantadas a coro: “Mi cabeza no para de pensar”, “Aguantaré hasta no dar más”, “Cuando entiendas que no existe el ayer, viviremos”.
Y si de paisajes industriales rockeros se trata, la autopista por la que vaya Juegos de Fábrica quizás no sea la de los lavados y glamorosos tenores alla Broadway, sino la veloz ruta de Calles de Fuego, aquella genial fábula de rock and roll de Walter Hill. De obras como la de Hill, pero también de The Wall y Tommy, recupera ese recurso que va desde la alegoría social a la metáfora política: hay presidentes, traidores, líderes y soldados, hay Cristos y sistemas totalitarios, indefinidos en forma general, y por eso quizás potentes.
Al fin y al cabo, el teatro, como la política y la guerra, son formas de representación, ¿qué es un juego de guerra en una fábrica con canciones de rock, sino una representación de una serie de metáforas de un mundo decadente?
La obra puede verse en El Método Kairós (El Salvador 4530) los viernes 22 y 29 de agosto
Ficha
Elenco
Uno – Renzo Morelli
André – Fernanda Provenzano
Juana – Maru Villamonte
Fausto – Nacho Medina
Segundo – Martina Zapico
Raúl – Belén Ucar
Ana – Lu Fernández Mendez
Músicos (en vivo)
Iván Mazzieri – Bajo
Ignacio Arigos – Guitarra
Alejandro Roy – Batería
Libro y dirección: Nicolás Manasseri
Música original: Iván Mazzieri- Ignacio Arigo
Coreografía: Fer Provenzano
Luces: Christian Graciano
(*) por Agustín Montenegro – Literatura en Punto de Partida / Radio Gráfica
AM / GF / RG