
Por Néstor Gorojovsky *
«Esto es Irán», musitó Alexander Haig, el enviado especial del gobierno estadounidense a Buenos Aires, cuando la Plaza de Mayo entera rugió con un histórico «Hijos de puta» apenas alguien definió al Reino Unido y sus aliados (en primer lugar, los EEUU) como «adversarios» (y no enemigos) de la Argentina en Malvinas.
Haig estaba viendo, a través de los cortinados de la Casa Rosada, cómo se agitaban las espaldas del General Leopoldo Fortunato Galtieri en el histórico balcón de Juan Perón. Galtieri, calificado pocos meses atrás por los mismos yanquis de «majestuoso», había perdido toda majestad. Impotente, no sabía cómo taparle la boca a esa multitud agolpada en la Plaza de Mayo. Rendido, tuvo que completar la frase «no hemos emitido una sola palabra subida de tono contra nuestros adversarios» con un ominoso y fatal «hasta ahora».
Allí brotaron esas palabras de los labios de Haig, y en ese momento el alto funcionario del imperialismo yanqui decidió que su país tenía que volcar todo el peso de su apoyo al Reino Unido.
Galtieri descubría en carne propia que las guerras se sabe cómo empiezan pero no cómo terminan. Lo que al principio suponía que iba a ser la breve acción de un aliado anticomunista ofendido, en respuesta a una inaceptable provocación británica en las Georgias de fines de marzo, se había convertido en una revelación de la realidad planetaria y local.
No se dio lo que los militares argentinos (convencidos de ser aliados en igualdad de condiciones con EEUU y la OTAN en la «guerra mundial contra el comunismo») esperaban: un ágil zarpazo, una negociación, una solución con tres banderitas ondeando sobre las Islas. Una de ellas, la celeste y blanca.
La pasión popular por la recuperación de Malvinas desvió el curso de las operaciones como la misma firmeza con que Margaret Thatcher dirigió su expedición punitiva contra el esclavo rebelde del Sur. Galtieri no tuvo más remedio que seguir la guerra. Hizo lo que pudo, que fue poco, pero las palabras de Haigh podrían ser hoy el momento más tenso de la escena culminante de una novela o una película argentina que relatara el conflicto mundial con las masas argentinas como protagonistas.
«Váyanse ustedes, que tienen hijos. Yo me quedo»
Ése fue el grito heroico de un soldado a sus compañeros mientras disparaba contra más de 600 ingleses desde el Monte Dos Hermanas en las Islas Malvinas. Transcurrían los últimos tramos de la reconquista argentina de las Malvinas en 1982. Había llegado la orden de retirada.
El soldado no la acató. Fue un caso de desobediencia. De desobediencia debida.
El soldado era analfabeto. Servía una ametralladora. Herido y prácticamente sin provisiones contuvo por 10 horas de combate nocturno, a solas con su ametralladora, a 600 soldados británicos de élite. Protegió así la retirada de toda su unidad. Finalmente, fue capturado y sus enemigos le rindieron honores.
Sus compañeros (más de 150, incluidos sus superiores) llegaron todos sanos y salvos al punto de encuentro. Había cumplido con ellos. Había cumplido con su patria. Había cumplido consigo mismo.
Ese soldado se llama Oscar Ismael Poltronieri. Vive. Es un veterano de guerra de Malvinas. Es el único soldado conscripto vivo en recibir la máxima condecoración militar argentina, la Cruz de la Nación Argentina al Heroico Valor en Combate.
Soldados como él arrancaron de un comandante inglés la exclamación de que «había que sacar de las rocas como mejillones» a las tropas argentinas. Nada de chicos de la guerra. Hombres, varones patriotas y decididos.
Después de Malvinas vino otra guerra, la más dura porque fue una guerra contra una parte de sus compatriotas, los que pusieron en marcha la desmalvinización.
La desmalvinización empezó ya cuando a los soldados retirados hacia el continente se les impidió recibir el amor de un pueblo que deseaba abrazarlos como una madre gigantesca. Empezó antes de Alfonsín, que la llevó a la apoteosis de la indignidad cuando comparó la guerra por las Malvinas con un «carro atmosférico».
Empezó ya con el régimen del general Bignone, surgido del golpe militar del general Nicolaides contra el presidente, también general, Leopoldo Fortunato Galtieri. Que cayó por lo único bueno que hizo en su vida: negarse a la rendición.
Pocos señalan que partir de la rendición de Menéndez la desmalvinización fue la política oficial de la oligarquía y del imperialismo hacia el pueblo argentino.
Y Poltronieri sabe bien qué significa.
Después de la guerra vendió baratijas en los colectivos, fue remisero e intentó suicidarse.
Finalmente, muchos años después, fue reconocido. Pero sigue tapado por la ola desmalvinizadora. Porque el verdadero rostro del pueblo argentino es el de Oscar Poltronieri, y su vida debería dar lugar para otra película que, hoy por hoy, no se ha filmado. No se ha filmado porque la crueldad de la Argentina semicolonial es infinita.
«Quienes pretendan evitar que los militares vuelvan al poder, tienen que dedicarse a desmalvinizar la vida argentina»
Así se expresó Alain Rouquié en un reportaje de 1983 a Osvaldo Soriano. Para él era fundamental destruir a los militares argentinos, y la guerra de las Malvinas era un obstáculo al intento de convertirlos en los responsables fundamentales de la «guerra sucia contra la subversión».
«Malvinizar la política argentina», agregó Rouquié era «agregar otra bomba de tiempo en la Casa Rosada». El «sentimiento patriota en los jóvenes podría dar lugar a un resurgir del populismo como el que en 1945 había entronizado a Juan Domingo Perón en el poder».
He ahí, otra vez, la voz del imperialismo, esta vez no desde su ala derecha sino desde su ala izquierda, la del progresismo liberal francés de Rouquié.
«El problema para Alain Rouquié era el populismo, no los militares», dedujo en su programa del 30 de marzo de 2019 la periodista Débora Mabaires en su programa de la FM 90.1.
«Había que terminar con Malvinas porque había que terminar con los gobiernos populares», concluyó la periodista.
Un thriller diplomático y de espionaje con la guerra de Malvinas como trasfondo no podría empezar de un modo mejor que con la entrevista de Rouquié y Soriano.
Y esa película de suspenso podría tener múltiples escenas más: la confabulación de la oligarquía chileno-argentina de los Braun y allegados en el Sur magallánico, el intento de hacer volar la flota en Gibraltar, la transferencia de fondos argentinos al Reino Unido (que había congelado nuestras cuentas) a través de socios del ministro argentino de Economía Roberto Alemann.
Demasiado, claro. Quedémonos con los «chicos de la guerra», que perpetúan nuestra impotencia como pueblo.
El día que se hagan esas películas, el día que empiecen a escribirse nuestras historias de heroísmo y coraje, empezaremos otra vez a ser libres.
* Periodista / Agencia Telam, La Señal Medios, Patria y Pueblo