Por Gabriel Fernández *
Estaba por todos lados. Arrasaba los estudios y envolvía las definiciones. Había alcanzado, en su formulación, ese tono justo que deriva en la cita y adviene bandera. Aquella precisión de Marshall Mc Luhan “el medio es el mensaje”, se adentraba con elegancia y soltura en el debate comunicacional y permitía a quien lo reprodujese sentirse crítico, pero a la vez bien acompañado.
Sin embargo, fuimos pensando mientras trabajábamos. Y a pesar de la subyugante idea que brindaba acceso a cenáculos, no pudimos dejar de concluir: si uno escribe a favor de los pueblos, digamos, sobre un soporte de papel, y si otro lo hace en beneficio de los imperios, resulta que el medio es el medio… y el mensaje, es el mensaje.
Podemos escoger mil variantes para radio, televisión –el foco de la objeción luhaniana- y webs, pero la idea focal con que objetamos aquél aserto será la misma. Eduardo Feinman usa el micrófono para sugerir a las personas que asesinen pibes de nuestros barrios; nosotros convocamos a esos pibes para que se organicen. Mc Luhan había cometido uno de los errores más importantes en la historia de la comunicación.
Eso no es nada, al lado de lo que viene. Resulta que como lectores de todas las historietas habidas y por haber, creadas y por crear, durante largos años de una niñez futbolera habíamos formado parte del vastísimo espacio de espectadores de Donald y compañía. Hasta que en la preadolescencia, surgió Para leer el Pato Donald, de Ariel Dorfman y Armand Matellart.
Resulta que los efectos conductistas que los autores detectaban en sus colegas elaboradores del popular Pato, no se registraban en nosotros… ni en toda la generación que se crió a su vera; más precisamente, la de los años 70. Más allá del reniegue, ostensible para sacar carnet, todos los integrantes de esa marea habían abrevado en el pérfido argumento imperial.
Un día, décadas después, el amigo y maestro Néstor Basile nos señaló que el Pato Donald era maravilloso. Un pato nacional y popular: rezongón, con dificultades para hacerse entender en sociedad, portador de un amor protector extraordinario sobre esos tres sobrinos desamparados, luchador a toda costa aunque las cosas salieran bien mal.
Añadía Néstor: el Tío Rico Mc Pato era un gorilón, egoísta, un imbécil lleno de dinero… ¡que se zambullía y se bañaba en su fortuna! Tenía muy cerca a esos parientes, el Pato Donald y sus sobrinos, sin un mango, y no les daba nada. Me encanta el Pato Donald, decía con inocente perspicacia Basile, para lanzarse a disquisiciones en apariencia más sesudas y contemporáneas.
Jugábamos con balones de fútbol, autos y camiones. Nos gustaba eso. Las pibas que andaban cerca terminaron poniendo una presidenta y logrando derechos justos, que enaltecen este pueblo. Lo hicieron después de jugar con muñecas –recuerdo muy bien las de mi hermana- con sus elásticos, con sus juegos de té y –argentinas al fin- sus pelotas que las integraban cuando lo deseaban. Porque practicaban esa denostada actividad con nosotros, en las veredas.
Toda la enjundia sobre autos y pelotas, cocinas y colores que atraviesan los debates presentes, son fuegos artificiales sin contenido. Gestos. Exteriorizaciones que ignoran la hondura psicológica de los seres humanos y las oleadas potentes que los engloban. En medio de grandes logros, algunos se detienen en cosas sin importancia. Y hasta complican la comunicación, añadiendo “e” y “x” donde no corresponde.
El maravilloso idioma castellano no merece esas ambigüedades, propias del simple modo comunicativo anglosajón.
¿Y el título de estas líneas? Piense un poco, lector. A ver si cree que todo es evidencia, que los planteos vienen servidos. Hay un momento en que el bosque se oscurece y el llamado es desesperado. El sol apenas se asoma con un interlineado cuyo borde traza el ramaje. Y la brisa, agita el follaje en lo alto.
* Area Periodística Radio Gráfica / Director La Señal Medios / Sindical Federal.