“Cerró los ojos en fusión total, rehuyendo las sensaciones de fuera, la luz crepuscular (…)”. Julio Cortázar.
Era una tarde sofocante, calurosa y húmeda. Él se dio cuenta que alguien llamaba al portón y decidió atender. Era su amigo que le pedía que lo acompañase a lo del tío a realizar un trámite. El muchacho aceptó. Estaba descalzo, por eso, entró a su casa para calzarse sus zapatillas Topper blancas, luego se dispuso a salir.
Las horas corrieron sin pena ni gloria, el trámite consistía en pasar el tiempo bebiendo algunas cervezas. De todas maneras, al joven no le parecía mala la idea porque era casi fin de año y era menester distenderse.
Aunque el sol amainaba, aún quedaban vestigios de esa tarde. El muchacho se despidió de su amigo y se dirigió a su hogar, abrió la puerta y comió un pedazo de pan con manteca. De pronto, advirtió que su hermano llevaba a cabo los preparativos para salir de la casa. Por eso, él le pregunto “-¿a dónde vas? –“. “-A ver a Callejeros, toca en Once-“. El joven mantenía con él una relación distante, por eso le preguntó distraídamente. – ¿Puedo ir?-. A lo que el otro repreguntó – ¿tenes plata-? – Si vamos- contestó el adolescente.
Es cierto que el ritual de la previa se coronaba con abundante vino y cánticos desaforados en el colectivo. Porque así era, éramos los negros en la gran ciudad convocados a la gran fiesta y eso nos sentaba muy bien porque “éramos los negros, los grasas, pero conchetos no”. En dicho festejo éramos un colectivo festivo que se relamía por oír aquel recital tan ansiado. A modo de rutina, parábamos en un lugar y conversábamos con un grupo de gente desconocida. – ¿De dónde son?-. –De Hurlingan. – Mi abuela vive por allá, contesté-. -¿Conoces el galpon?, allá tocan bandas de rocanrol- –No-. El muchacho de flequillo recto y múltiples collares me pregunto. -¿De dónde son? A lo que le contesté. –De Berazategui-.
Comencé a notar que la muchedumbre se preparaba para ingresar, por eso le dije a mi hermano que estableciéramos un punto de encuentro ante la posibilidad de perdernos en el pogo. No sea cosa que pasase lo mismo que en la cancha de Huracán. Fuimos a la calle Jean Jaures y acordamos encontrarnos en un cartel que decía “prohibido estacionar”. Después, nos preparamos para entrar.
Sentía en mis venas la energía juvenil que te hace dar el azahar, éste condimenta cualquier hecho inesperado al romper la cotidianidad y hace a las experiencias más emocionantes. Porque había sido una casualidad estar presente allí.
Hicimos la fila y en el cacheo parecía que cruzábamos la triple frontera. Francamente, estimado lector, pensé que nos veían como si fuésemos de Al Qaheda (nos hacían sacar hasta las zapatillas Topper blancas, razón por la cual, entrábamos descalzos). En definitiva, estábamos en el baile y teníamos “la salsa de los que tienen poco, pero bailan igual”, así que restamos importancia a “esa vigilanteada”.
Una vez adentro me perdí del grupo. Al rato, me encontraba en medio del pogo, junto a las banderas. Ese sector era el locus amoenus del rock, el pogo (ese baile divino entre camaradas que compartimos la misma pasión por la música) allí adelante, en el centro del campo, era como situarse atrás del arco de la cancha de Racing (donde más se siente la intensidad). Mientras sonaban los acordes, la multitud se aclimataba. De pronto, un espectador, encendió una candela, ésta fue a dar en un techo cubierto de una media sombra negra y una chispa imperceptible, aparentemente inofensiva logró encender una llama que crecía con cada acorde de la banda y nosotros dejamos de ver a la banda de a ratos para observar si esa llamita se iba a apagar o no.
Pensé que ella no era capaz de desencadenar un incendio forestal, por eso seguí escuchando al grupo. “A hablar mal del que dirán a ver temblar la seguridad…”, de repente, el fuego -que purifica, según la religión judeo-cristiana – bajó del cielo a castigarnos haciendo del Edén un verdadero infierno dantesco. La media sombra se combustionó y el Paraíso devino en Infierno al caer del techo retazos de plástico envueltos en llamas. Mis ojos incrédulos se preguntaban una y otra y otra vez ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué? mientras las largas y delgadas lenguas de fuego se relamían sedientas de la muchedumbre que corría dispersándose en pánico y confusión. Yo no era la excepción, corrí hacia donde iban todos. Cuando, de pronto, hubo una explosión en el techo que nos sumió en una semioscuridad. Corrí desesperado buscando la salida. Pensé, a mis 14 años, que esto era parecido a un juego – la escondida-, tal vez, tal vez terminaría aquel incidente, se apagaría el incendio y todo volvería a la normalidad, como cuando llegabas al pilar y decías la frase que te libertaba de ser encontrado de tu buscador- “pido libre para…x”. Pero pronto, debido a la falta de oxígeno, avalanchas y personas arrojándose de la tribuna superior al vacío, entendí que se trataba de lo contrario.
Recuerdo que en la tercera avalancha me desplomé. Detrás de mí, cayeron una veintena de personas, producto de la presión ejercida por las que se encontraban en la periferia y bregaban por salir y el atascamiento producido en la salida. Mientras me desplomaba veía la puerta de salida ¡estaba tan cerca! Concorde se producía cada avalancha las personas caían cual piezas de dominó.
Quedé sepultado bajo muchas personas. En mi Infierno se oían gritos y pedidos de auxilio. Sentí un terror instintivo de muerte, el mismo que tienen los animales. Entendí la desesperación de Madeline Usher, porque la viví. Cuando empecé a sentirme bien, tenía mucho sueño como una persona desvelada que logra dormirse (como a La Deriva de Quiroga), comprendí en ese instante que eso era lo que los enfermeros llamaban “el alta celestial”. Por eso me propuse con todas mis fuerzas mantenerme despierto, pensando lo que le diría mi madre a mi hermano sino regresaba. Los vi a los dos llorando y a mi hermano menor desentendido preguntando –“¿ qué pasa?“ y lloré como jamás lo había hecho.
Pude verme ingresando al lavadero de mi antigua casa llevándole una carta del jardín a mí madre que anunciaba mi egreso de esa institución, pude verme jugando en el patio de mi casa con los montículos de tierra, jugando al futbol, subido a los árboles, ingresando por primera vez a la escuela con mis zapatillas blancas como si una fuerza misteriosa y mística proyectase mi vida en un film macabro. En ese preciso instante, recuperé el vigor de mis músculos y la noción de tiempo y espacio. Desplacé a las personas inconscientes que estaban arriba de mí. Luego me di cuenta de donde estaba al ver en derredor, me examiné y descubrí que estaba descalzo de un pie, por eso tome una zapatilla Topper blanca del montículo y huí tan rápido como me fue posible.
Cuando salí por la primera puerta e ingrese al pasillo, lo primero que pensé fue «¿empezará de vuelta el concierto?» Al atravesar el umbral contemplé el truculento, lúgubre y espeluznante escenario montado en la calle Mitre, me acordé de mi hermano y corrí para todos lados buscándolo. Él no estaba en ningún lugar y el terror entraba por mis carnes dejándome un nudo en la garganta y un sudor frío de muerte recorriéndome la espalda como gotas de mercurio. El pavor me llevo a buscarlo entre la pila de cadáveres, acercándome a la ambulancia y a las entrañas de aquél Infierno. Cuando estuve a punto de atravesarlas, al borde del umbral un muchacho me frenó y me dijo. -“Pibe anda afuera que allá adentro es muy peligroso”-. “Estoy buscando a mi hermano”-. Le contesté temeroso. –“Todos estamos buscando a alguien, pero vos sos chico y te podés perder en la búsqueda. Andá afuera, a lo mejor lo encontrás allá. ¿No ves qué ni los policías, ni los bomberos se meten adentro? Afuera lo vas a encontrar, seguro, él también te estará buscando”. Le hice caso, uno a uno encontré a mis amigos, pero a mi hermano no. Fueron pasando los minutos, le pregunté a cada uno de ellos si lo habían visto. Me respondieron que no.
Recuerdo que me dolía la espalda y le pregunté a uno de mis amigos, mientras me arremangaba un poco la remera, «¿qué tengo en la espalda?» – «Tenés un zapatilla Topper marcada». No obstante, me repuse del dolor físico y continúe con la búsqueda. El pánico se empezaba a apoderar de mí y temí lo peor. Caminaba de un lado para otro contemplando la pila de cadáveres en la calle, el cementerio de Toppers blancas en el cordón de la vereda, navegando por ríos de sangre transparentes como si fueran barquitos de papel navegando en las agua del Infierno y pensaba que tal vez mi hermano termine así muerto y sin zapatillas. Sin embargo, había una débil esperanza que se resistía a creer en ese desenlace. Con el correr de las horas, llegaron los medios de comunicación, policías, bomberos, y familiares, pero a mí me faltaba él, sin mi hermano no me marcharía. De repente lo veo, su rostro era de muerte, pánico y terror. Pronto olvidé mis dolores y golpes. Cuando me descubrió me dijo con una vos quebrada, partida por el desahogo y la liberación de angustia; «¿dónde estabas pelotudo?” y rompió en llanto. Al rato lo acompañé y me estreche con él en un abrazo similar al de Alina Reyes con su lejana . Porque imaginé que perder un familiar o un amigo representaba perder un brazo o una pierna y ese abrazo no sólo soldó discrepancias entre nosotros, sino también nos permitió reconocernos como lo que éramos: dos mitades distintas que se estrechaban en un abrazo compartiendo y venciendo el dolor.
Finalmente, nos dirigimos al punto de encuentro y nos fuimos de allí. En el camino hacia la parada del colectivo 98, mi amigo me preguntó: – ¿Qué haces con esa zapatilla en la mano? – Perdí una zapatilla, así que agarre una de adentro, pero esta es más chica (Me había olvidado que tenía una zapatilla Topper blanca en la mano que no era mía). A lo que él me dijo «Tirala a la mierda”. Cuestiones tan banales hablábamos ante la ignorancia de los hechos, inclusive argumentábamos sobre la posible cantidad de víctimas y la posibilidad de volver a ver al grupo. Finalmente, arrojé ambas zapatillas Topper blancas a la calle. De pronto, tuve arcadas en el pecho y comencé a vomitar un líquido negro y viscoso, de olor nauseabundo. Al terminar, me sentía, completamente, renovado y limpio. Al llegar a la parada del colectivo 98, sentí vergüenza de estar descalzo sin mis queridas zapatillas Topper blancas, porque una cosa era jugar en el potrero en patas con mis amigos, pero otra era viajar desde tan lejos hacia mi casa descalzo.
Hoy, esas zapatillas Topper blancas se encuentran en el santuario de Once. Dejaron de ser un signo fúnebre similar a una lápida para convertirse en un signo de Memoria y vida. Ellas no desfilan más en el Aqueronte del Hades sino que cobran vida cuando escuchamos la música que las hacían vibrar, cantamos, bailamos con ellas y escribíamos sobre ellas. Esas zapatillas que eran inertes, pero con nuestro amor y lucha le dimos vida y los pibes de Cromagnon volvieron a sonreír como en los viejos tiempos de Cemento y El Hangar. Porque cobraron alas como las sandalias de Hermes y pudieron emprender un largo camino al Olimpo, enviando un mensaje de amor y vida.
¿Por qué escribir esto 12 años después? Porque los 30 de diciembre de todos los años recuerdo ese abrazo con mi hermano, recuerdo esas palabras sanadoras de aquél joven anónimo que me persuadió de que me alejara de una muerte segura, también recuerdo a los pibes de Hurlingham, a los sobrevivientes y transeúntes que entraban y sacaban a los pibes de adentro de Cromagnon porque la policía y los bomberos- que nos pegan y cuidan- no se metían a la boca del lobo a rescatar a nuestros compañeros. Todos los héroes anónimos son mis hermanos y siento que yendo a la plaza enciendo la llama de la memoria que los mantiene con vida a los pibes de Cromagnon que no pudieron escapar a ese laberinto del Minotauro tejido por la ambición con negligencia y corrupción, rescatándolos de las garras del olvido y la impunidad. Siento que sus sonrisas son “la magia de los rocanroles” y, que “son pájaros de la noche que oímos cantar y nunca vemos”.
¿Por qué escribir esto 12 años después? Porque en mi corazón sé bien que ellos están como yo “agitando rocanroles irresistibles”. Por eso, “no olvidar, siempre resistir”.
Los pibes de Cromagnon presentes, ¡Ahora y siempre!
Ramos Ziesseniss Gabriel.
Sobreviviente de Cromañon.