El violento desalojo de las 300 familias del Barrio Papa Francisco en Villa Lugano acometido por la Policía Metropolitana el sábado 23 de agosto estuvo precedido de una intensa campaña por asociar directamente a los excluidos y los migrantes pobres de países vecinos con el tráfico de drogas, el delito y la inseguridad. El accionar represivo de las fuerzas de seguridad porteña dejó un saldo de seis delegados de los pobladores detenidos y varios heridos, entre ellos un diputado nacional, Horacio Pietragalla, y dos legisladores de la Ciudad, José Campagnoli y Pablo Ferreyra.
El asesinato de Melina López una joven estudiante de 18 años, ocurrido cuatro días antes fue aprovechado por los medios de comunicación y los funcionarios del gobierno de Mauricio Macri para alentar las sospechas de la autoría del hecho sobre los vecinos del asentamiento. Los medios iniciaron una escalada informativa que directamente culpabilizaba a los ocupantes de esa muerte; de paso la criminalización se extendía a otros pobres urbanos como “trapitos” e “inmigrantes”. Sin embargo, al momento del desalojo no se encontró drogas y mucho menos evidencias de que algún ocupante del barrio estuviera implicado en el homicidio.
El sábado los canales de televisión mostraban en directo como las topadoras – al mejor estilo del ex intendente de la ciudad de Buenos Aires en tiempos de la dictadura Osvaldo Cacciatore- destruían las casillas y las pertenencias de los habitantes. Al informar sobre el desalojo como un hecho de inseguridad se ocultaba la profunda crisis habitacional porteña resultado de la preeminencia de los negocios inmobiliarios en la gestión macrista.
Durante esta semana el Secretario de Seguridad de la Nación Sergio Berni fue funcional a esa campaña al exigir “la deportación de los extranjeros delincuentes” y explicó en conferencia de prensa “que los inmigrantes sólo vienen a delinquir”. Los dichos de Berni, que fueron acompañados por otros de los funcionarios macristas, sacan de foco la solución para los vecinos sin techo, que debe ser el resultado de una política social –inexistente en la Ciudad- y nunca una criminal. En realidad, esas declaraciones no apuntan a ninguna deportación efectiva. Pero persiguen el objetivo de instalar en la agenda que los culpables de los problemas de la inseguridad son los pobres y los inmigrantes, y las políticas punitivas sobre los humildes la forma para neutralizarla. Al mismo tiempo, esas aserciones ponen en cuestión la política de regularización migratoria del estado nacional bajo el programa “Patria Grande”.
Plantear las cosas de este modo, además, no hace más que trazar una línea divisoria social entre nacionales, más allá si pertenecen al pueblo o al poder corporativo, y “extranjeros”, aunque sean pobres o la manifestación del poder financiero. A la manera de un cambalache del siglo XXI, desde esa visión estigmatizante los “migrantes”, los “pobres” y los “delincuentes” serían términos intercambiables que concluirían por justificar la violencia represiva sobre los excluidos.
Los sectores dominantes que siempre asociaron sus intereses al poder extranjero explicaron el atraso y el subdesarrollo como una incapacidad esencial de los argentinos, y la explotación de las clases populares como el resultado de una supuesta inferioridad biológica de los más humildes. Ya son más que célebres aquellas metáforas discriminatorias y racistas de “cabecita negra” y del “aluvión zoológico” para referirse a los trabajadores protagonistas de las bisagras en la historia nacional. La colonización pedagógica que ejercieron aún sigue abonando dividendos, y ahora se actualizan para denostar a los más humildes y a las políticas del gobierno nacional para dignificarlos.
Durante los años 90 formidables campañas lanzadas desde el gobierno de Carlos Menem, con una extraordinaria acogida por los medios de comunicación, pretendieron asociar a los migrantes de países limítrofes con todos los males de la Argentina: el desempleo, el supuesto aumento del delito y hasta una epidemia de cólera fueron explicados no como resultante del proceso de reestructuración económica a favor del poder económico y de las potencias del norte sino por la presencia en el país de ciudadanos de países vecinos.
Ahora, en un momento trascendente de la vida argentina, un nacionalismo oligárquico anacrónico, siempre asociado a la concepción liberal del mundo y al poder extranjero, pretende establecer una divisoria de aguas en el campo del pueblo. Para ello empolla el huevo de la serpiente.
Quieren desplazar el nacionalismo popular retomado por el estado desde el año 2003. Que es un nacionalismo antiimperialista y democrático, que expresa la unidad del pueblo contra el Imperio, un nacionalismo que, paradójicamente, más se expande con la unidad y la integración regional de los pueblos del continente.
No pueden, porque chocan con una conciencia colectiva que sabe que la disyuntiva en esta instancia es entre Argentina y los fondos buitres. No se deja confundir por los discursos autóctonos que reproducen las doctrinas antimigrantes que vienen del Norte con tal de ganar un rato fama, porque ha asimilado las enseñanzas de esta década bajo un liderazgo indiscutido.
(*) por Ariel Weinman – Conductor Panorama Federal / Radio Gráfica
AW / GF / RG