Por ADRIAN BERROZPE *
Ella, una morocha venida desde su San Juan natal, era una mina segura y esto era gracias a los golpes de la vida; había llegado a Rosario por el año 1994. En los famosos noventa de la pizza y el champagne. Pronto conocería lo bueno y lo malo de ese Rosario. Ella era trabajadora sexual. Era puta. Mamá de una pequeña bebé. Ella era Sandra Cabrera.
24 de diciembre de 2001. Pasaron mas de siete años de su llegada a Rosario. Los últimos años habían pegado duro. La situación de las compañeras era jodida. Jodía la pobreza y la corrupción de la cana. Jodía la mafia. Pero lo que más jodía eran los que ninguneaban su laburo y organización. Por eso mismo, porque era jodido, porque tenían ovarios y se reconocían como trabajadoras. Se había organizado AMMAR: Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina. Su sindicato. La Sanjua Sandra era su Secretaria General en Rosario.
A través de AMMAR esas mujeres trabajadoras se organizaron fuertemente. Consiguieron bolsones navideños para las compañeras más humildes y programas de promoción social contra el SIDA.
Pero aquel 24 de diciembre fue particularmente jodido. Apenas cuatro días antes, la cana había reprimido con saña protestas en todo el país. Todo con la orden y complicidad del gobierno nacional. Ese 24, Sandra se desmayó de sueño abrazando a su hija. Cuando una compañero la levantó el 25, se dio cuenta que su hija se había perdido la nochebuena y parte de navidad. Pidió disculpas muy angustiada. Su hija le contestó: «Quedate tranquila mamá, muchas festejaron la navidad por nosotras, gracias a nosotras».
Pasaron casi dos años. Octubre de 2003 fue un mes agitado. Las putas se habían destacado en el Encuentro de la Mujer. Habían logrado generar un espacio de debate con el principal movimiento emancipatorio del país. Coronaron el logro con una fiesta en el local de ATE cercano a la terminal de Rosario. Parecía ser la frutilla del postre. El triunfo del empoderamiento para un montón de compañeras.
En el local de ATE funcionaba la sede de AMMAR rosario. La oficina de Sanjua nunca estaba vacía. Decenas de trabajadoras sexuales pasaban todo el día allí. Eran momentos de tensión. AMMAR había comenzado una serie de denuncias contra una red de trata de niños y niñas de Rosario. La sociedad se complicaba a cada paso.
Las discusiones y denuncias de las trabajadoras sexuales eran tan calurosas como lo era aquel diciembre de 2003. El recuerdo de la gesta de octubre estaba revoloteando en la cabeza de Sandra. Ella volvía a casa y pensaba en los pasos a seguir. Saludó a los dos custodios policiales que se encontraban fuera de su casa. Estos la miraron y le respondieron un saludo invisible. Al entrar a casa sintió un fuerte golpe en la espalda. Cayó. Fue allí que comenzó una lluvia de patadas sobre su cuerpo.
A los golpes e insultos siguió una amenaza. Dejaron a Sandra golpeada. Apenas pudo reponerse, llamó a una compañera de gremio quién llegó puteando a los custodios quienes afirmaban, con cara de piedra, que no se habían movido de allí. La compañera le preguntó a Sandra que hacer. Le respondió «vamos a la comisaría a hacer la denuncia».
Pasaron un par de días de la golpiza. Compañeros y compañeras hacían guardia en su living mateando. Había mucha discusión por los pasos a seguir. Hasta hubo quien sugirió que parara por un tiempo con las denuncias. Pero no se trataba solo de denunciar abusos policiales. No. Iba más allá de la violencia amparada por el brutal código de faltas rosarino o la mafia de fiolos que la castigaban por organizar a las chicas y enseñarles un futuro diferente de emancipación.
Con Sandra se ensañaron mucho. Especialmente luego de denunciar una red de trata sexual infantil protegida por federales y el poder político.
Enero de 2004 fue aún más caluroso que diciembre. Faltaban pocos días para febrero. Su hija se despidió con un fuerte abrazo y un enorme beso. Quienes conocieron a Sandra siempre afirmaron que Cabrera tenía un corazón gigante y una sola debilidad y fortaleza: su pequeña hija.
El 28 de enero una multitud colmó el local de ATE. Una multitud con bronca. Compungida. Lagrimas en los ojos. Entre esos dientes apretados decían fueron esos hijos de yuta. Sandra Cabrera, 34 años, mujer, madre de una hija, trabajadora sexual y dirigente sindical, había sido asesinada de dos balazos. Dos balazos por la espalda. Los ovarios que le sobraban a esa puta eran los mismos que le faltaban a los cobardes.
Pasados trece años, una pancarta enfrente de su casa, cerca de la terminal de Rosario, dice «Sandra, tus compañeras vamos a seguir la lucha».
Así fue.
* Integrante de Colectivo de Radio Gráfica FM 89.3