El tiempo transcurría muy lentamente. Las agujas del reloj apenas se movían y los días parecían ser más largos de lo habitual. La ansiedad crecía a pasos agigantados, los nervios hacían del cuerpo el lugar propicio para cosechar las tensiones. Pues la anhelada Copa Libertadores estaba a tan solo 90 minutos de juego y ya habíamos atravesado los peores obstáculos. Habíamos dejado afuera a los cucos brasileños, a los temidos Botafogo, Gremio y Cruzeiro. También habíamos superado la altura de La Paz y sacado un empate en Asunción de Paraguay.
Cada corazón, cada hincha azulgrana sabía muy bien que está era una oportunidad única, que no podíamos desperdiciar la chance de revertir el maleficio y dar la vuelta en un Nuevo Gasómetro repleto de sueños. Algo que no habían podido hacer nuestros antepasados, aquellos que dieron la vida por los colores y se encargaron de mantener intacta la llama de la pasión, de esa pasión que a uno lo lleva a atrincherarse durante 27 horas en el predio Lorenzo Massa con tal de conseguir una entrada.
El trayecto a la cancha no fue como cualquier otro. El silencio pululaba en el ambiente, las piernas cobraban vida propia y los recuerdos dominaban los pensamientos. Había incredulidad, había quienes no entendían como habíamos pasado de jugar la promoción a la final de la Copa Libertadores. Sin embargo, toda duda se disipaba una vez pisada Ciudad Deportiva. La gente, los cánticos y los micros que venían desde el interior hacían saber a los más desconfiados que esta vez no era una jugarreta de Morfeo, que esta vez era una realidad. Una realidad que había que ganar. Por eso no faltaban los que se frenaban en la Capilla “Padre Lorenzo Massa” a rezar y a hacer las promesas más insólitas a cambio de quedar en la historia.
Al ingresar al Estadio las sensaciones se tornaban menos nítidas, se mezclaban entre sí. Los temores aparecían, el nerviosismo se intensificaba y los maníes se convertían en la victima perfecta para atenuar el nivel de ansiedad. Es que el deseo de salir campeones crecía a pasos agigantados cada vez que las gargantas se hacían un solo corazón. “Y dale alegría alegría a mi corazón, la Copa Libertadores es mi obsesión. Tenes que dejarlo todo por el Ciclón, tenes que poner más huevos para ser campeón”.
Ni bien comenzó el partido, las palpitaciones empezaron a aumentar y las manos cobraron vida propia. Los recuerdos se hicieron presentes y el ambiente se tiñó de hambre de gloria. Fue entonces cuando se materializaron los héroes del pasado. Aparecieron los Carasucias, los Matadores y el partido cobró otro color. Ya no eran 11 jugadores en búsqueda de la consagración, era todo el pueblo azulgrana en busca de un sueño. Fue así como con huevo y corazón llegó el gol de Néstor Ortigoza, que, si bien fue de penal, lo pateó como un gladiador e hizo vibrar hasta los tablones. Incluso, les arrebató la voz a los aficionados que se desgarraron el alma al gritar: “gooooooooool”.
Con el marcador a favor, la tranquilidad acarició el corazón de los que más sufrían. Pero ello no impidió que los segundos se hicieran días, pero ello no impidió que en los minutos restantes las uñas padecieran las terribles agresiones de los dientes. Había mucha pasión, había mucho en juego. Una cuenta más que pendiente, una espina clavada, un estigma de años. Una Copa que todavía no estaba en la vitrina, pero que había logrado desvelar hasta al menos fanático. Porque era así, una obsesión que generaba toda clase de estragos. “Dale San Lore, queremos la Copa, la hinchada está loca Ciclón, quiero verte campeón”.
Hasta que, de pronto, sonó el silbato y nos confluimos todos en un abrazo. Un abrazo que decía más que mil palabras e iba acompañado de unas cuantas lágrimas. Y no era para menos, nos habíamos convertido en un Ciclón de América.
* por Eliana Cabezas – Abramos la Boca / Radio Gráfica
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