Por Ariel Weinman *
La llamada Campaña al Desierto no fue el primer genocidio ni el último en lo que después sería el Estado argentino. Entre los anteriores inmediatos, se destaca el que “ejecutaron Mitre y sus aliados contra el pueblo paraguayo [1865-1869], que puede considerarse el primer gran ensayo biopolítico del subcontinente”. Pero la funcionalidad de la Campaña al Desierto en la modificación sustancial de la propiedad de la tierra y, más precisamente, en la constitución del estado nacional, que permitió imponer un poder centralizado sobre el territorio de la Confederación Argentina y las tierras de los pueblos indígenas, la constituye en un novedoso modo de gestión del espacio y de los cuerpos por parte de las clases que dominaban las relaciones de poder. La justificación basada en una razón de estado “superior”, el proyecto que por entonces se denominaba la “civilización” o “el progreso”, consistía en que las elites de poder provinciales aprovecharan las oportunidades de acumular ganancias que les abría el capitalismo mundial, sin importar las consecuencias.
El Estado de fines de siglo XIX, en esa Campaña, asesinó 14 mil indígenas, secuestró 3 mil originarios en campos de concentración, como el de la Isla Martín García, confinó los cuerpos de los sobrevivientes a trabajos sin paga alguna, sustrajo niños para entregarlos a las familias “prestigiosas” de Buenos Aires. A partir de 1879, se reconfiguró el dominio territorial por parte del Estado a través de la ocupación militar de las tierras de los diversos pueblos indígenas, que además, modificó de manera sustancial la estructura de propiedad. De forma tal que el genocidio de los indios fue la causa eficiente de un enorme proceso de privatización de la tierra que, de ese modo, pasó a manos de terratenientes. Esas familias adineradas habían financiado la “guerra contra el indio” por medio de los empréstitos emitidos por el Estado, y recibieron las tierras expropiadas como utilidades: en 1903, el general Roca declaraba que “el Estado había entregado en propiedad 32 millones de hectáreas”. Fueron expropiadas a las comunidades “originarias” a golpes de remington –los fusiles a retrocarga comprados por la elite a Estados Unidos- como bien retrata Res en la obra No entregar Carhué al Huinca [1996]. La elite en el poder del Estado planificó el asesinato colectivo de comunidades enteras, que más allá que no pudieron ser exterminadas, la intencionalidad de aquélla fue hacerlas desparecer.
La racionalidad del genocidio se asentó, por un lado, en la supuestamente necesaria homogeneización cultural, social, “biológica”, lingüística de la población, “única vía” para garantizar “la unidad nacional” y “el progreso de la nación”; por otro, en la necesidad del desarrollo “ilimitado” de la producción de cereales y carnes para la exportación, por lo que resultaba “intolerable” que las comunidades indígenas ocuparan grandes extensiones de tierra que, desde la visión de la elite, resultaban altamente productivas. El corrimiento de la frontera se postuló poco menos que como un movimiento “natural” del avance de la “civilización”.
Pero la justificación de la Campaña, la legitimación del genocidio, no se hizo de la nada ni sin nada, no se tradujo como la perpetuación intemporal de algo que siempre había estado allí, la manifestación de un destino sagrado inamovible e inevitable; por el contrario, re-comenzó la impronta “civilización o barbarie” plasmada por Sarmiento en el Facundo [1845], un modo de clasificación del cuerpo social en Argentina en base a una visibilidad naturalista, según la cual la vida está determinada por el ambiente natural: el carácter, las costumbres, los hábitos de las personas es determinable de acuerdo se habite en la campaña o la ciudad “moderna, culta e ilustrada”. Desde la perspectiva sarmientina, “la vida del campo, pues, ha desenvuelto en el gaucho, las facultades físicas, sin ninguna de las de la inteligencia”.
Se trató de una contraposición insalvable, un binarismo irreductible, “un mundo cortado en dos y lo que dividió fue primero el hecho de pertenecer o no a tal especie, a tal raza”. Pero la Campaña la hizo su doctrina hasta llevarla a su extrema radicalidad.
Si antes, el obstáculo para la “civilización” era el gauchaje iletrado, “vago” y “embrutecido”, que para superar ese estado de “ignorancia” y “atraso” debía acceder a la educación cosmopolita que se impartía en las ciudades, ahora serán los indios los destinatarios de la impronta “civilizadora”. En la operación retórica-política de la elite se operó un cambio de “sujeto”, pero además exigió el exterminio por su “peligrosidad” y “bestialismo”.
Anteriormente, en los años en que el sanjuanino, máximo representante de la cultura letrada en la Argentina en el siglo XIX, escribe el Facundo durante su exilio en Chile, a pesar del trazado de una frontera infranqueable entre “civilización” y “barbarie”, duda en enviar al archivo de la literatura los conocimientos y los saberes de los que no saben leer ni escribir: el gaucho “rastreador” sabe “seguir las huellas de un animal, y distinguirlas de entre mil”, y con el saber del cuerpo y los sentidos, la mirada, el gusto, el olfato, el tacto, constituye “una ciencia casera y popular”: sus “aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores”. Es decir, oficia de colaborador de la justicia en la captura de los delincuentes. El sanjuanino atribuye cualidades similares al gaucho “baqueano”, “que conoce a palmos, veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y montañas”, se orienta en la llanura por el gusto del pasto, porque “es el topógrafo más completo”, y como colaborador del general patriota “anuncia también la proximidad del enemigo”; de ese modo, “la suerte del ejército, el éxito de una batalla […] todo depende de él”. Asimismo, Sarmiento concede al gaucho “cantor”, quien “anda de pago en pago, ‘de tapera en galpón’’’, el rol de cronista de “costumbres, historia, biografía”, un productor cultural igual que el bardo de la Edad Media, y sus versos serán “recogidos más tarde como los documentos y datos en que [habrá] de apoyarse el historiador”. Era la época de cierta convivencia entre el Estado argentino y los pueblos indígenas, en la que predominaban los intercambios pacíficos y la firma de Tratados con los Indios.
Pero a fines de la década del 1870, los intelectuales de la organización nacional, cuando el gaucho había desaparecido como personaje social rebelde e insubordinado, asumieron un tratamiento de la “cuestión indígena” de un modo diferente de cómo las elites habían abordado al gauchaje desde el proceso de la independencia. Aquéllos estaban impulsados por el proyecto de vaciar el territorio a cualquier costo y, al mismo tiempo, de ofrecer un mensaje al conjunto social acerca de quién ejercía el poder bajo el mando de un estado centralizado. En esto residió, justamente, la singularidad genocida por transformar el espacio en tierra productiva y las potencias del cuerpo en fuerza de trabajo.
No obstante, la impronta civilizadora “civilización o barbarie” tampoco constituyó un origen, sino que re-comenzó diversas concepciones esbozadas a partir del siglo XVII en Europa, entre ellas, la concepción cartesiana del cuerpo humano como “máquina para el trabajo”, que estableció una separación “ontológica” del cuerpo entre un dominio puramente mental y otro físico, una separación entre razón y mundo, que colocó a los seres humanos en una posición externa al cuerpo y al mundo, con una apropiación instrumental de ellos, que contribuyó al control de las clases dominantes sobre la naturaleza. Este modo de ver el cuerpo y el mundo orientado a su maximización social requirió para su transformación el ejercicio violento por parte del estado.
Las diferentes comunidades indígenas, percibidas desde la mirada de la elite criolla como una entidad homogénea y única, a pesar de sus multiplicidades, sus heterogéneos modos de ser comunidad, sus diversas historias, lenguas, linajes, etc., fueron caracterizadas “inferiores”, “salvajes” y bárbaras” como una globalidad indistinguible en nombre de las necesidades del estado. Que no eran otras que las necesidades de los dueños de la tierra, que por eso mismo llegaron a ser los dueños de relatar las historias “verdaderas”, de imponer los nombres a las cosas y a los cuerpos: llegaron a serlo por medio de la conquista, el robo, el saqueo, el asesinato, la guerra, la fuerza bruta.
De ese modo, los “civilizadores” avanzaron y ocuparon el “desierto”, porque precisamente allí habitaban los que no contaban, los que no entraban en la cuenta ni eran contados, porque pertenecían al mundo del “salvajismo” y la “barbarie”, susceptible de ser conquistado y exterminado.
A su vez, la violencia ejercida por quienes dominaban las relaciones de poder planteó como principio que el sujeto violentado no era semejante del humano, esa violencia no sólo perseguía como finalidad mantener la obediencia de los hombres y las mujeres, sino que trataba de deshumanizarlos, para justificar que se los trate como bestias o se los cace como animales. La deshumanización de los pueblos y territorios del estado-nación fue la otra cara de la moneda del humanismo de “los pioneros de la conquista”.
Fue este proceso que transformó a los indios en “animales”, un espacio donde se instituyó una igualación más o menos “esencial” entre animales, vegetales y cuerpos. Una continuidad indistinguible de signos naturales, un mundo “natural” definido, a su vez, por su virginidad y su exuberancia ilimitadas: se ofrecía para ser explotado por una corriente interminable de cuerpos, sangre, huesos. Era la respuesta “civilizada” a un supuesto movimiento “contra natura” de los habitantes de los territorios al sur de Río Negro, que comenzó con la naturalización del cuerpo concebido como una entidad más del paisaje natural.
Además, como se ha indicado anteriormente, la heterogeneidad indígena fue primero homogeneizada como una entidad única y uniforme, “los indios”, para luego ser colocada por fuera de la normatividad “civilizada” mediante una jerarquización deshistorizante: las comunidades indígenas estaban desprovistas de cualquier historia. Esa jerarquización se asentó, a su vez, en una interpretación de la separación aristotélica entre los hombres y los demás animales: por una parte, los pueblos “civilizados”, que poseen razón y “logos”, “la palabra está presente para manifestar lo útil y lo nocivo y, en consecuencia, lo justo y lo injusto”; por otra, los “bárbaros” y “salvajes” que sólo tendrían phoné como los animales, es decir, la capacidad de emitir sonidos sólo de placer y dolor, “su naturaleza llega únicamente hasta allí”, desposeídos del sentimiento del bien y del mal, de lo justo y lo injusto (Aristóteles). Por lo tanto, el avance arrollador de la conquista de “la civilización” sobre “el desierto” se justificaba porque allí no había seres humanos.
De igual manera, bajo un tenaz eurocentrismo, asumiendo como una verdad inapelable el paradigma “evolucionista” que predominaba en Europa a mediados del siglo XIX, que instituyó a escala universal, con estatuto de conocimiento científico, una línea ascendente de progreso entre pueblos “menos civilizados” y “más civilizados”, los europeos, un sistema de creencias que habilitó, y aún legitima, los crímenes más atroces –como narra el film Man to man [2005] de Régis Wargnier, una co-producción francesa, británica y sudafricana-, el ejército del General Roca tomó como botín de guerra algunos cuerpos capturados vivos en los territorios para exhibirlos en los museos. Aquéllos no estaban desertizados, sino habitados por diferentes comunidades indígenas desde hacía 30 mil años, y como narra Res en su serie fotográfica, fue la Campaña la que tuvo como principal efecto la desertización. El alojamiento de cuerpos humanos en el museo fue una comunicación de los vencedores, de quién ejerce el poder, pero sobre todo para indicar quiénes eran las sociedades “avanzadas” y quiénes las “atrasadas”, quiénes eran los protagonistas del “progreso” y quiénes las expresiones balbuceantes de un pasado remoto y extraviado, la “prehistoria de la humanidad”: por ello debían ser estudiadas como vía para acceder a los orígenes del mundo “civilizado”. Le ocurrió, entre otros, a Modesto Incuyal, cacique tehuelche, y su familia, quienes fueron capturados durante la Campaña y en 1886 colocados en las vitrinas del Museo de Ciencias Naturales de La Plata como piezas de exhibición vivientes, objetos de estudio, para ser medidos y pesados, con la finalidad de indicar al mundo la conformación anatómica de esa “especie sub-humana” y, de paso, manifestar con nitidez quiénes eran los vencedores. Incuyal murió dos años después y su cuerpo fue puesto nuevamente a exhibición en el Museo. Ya sabemos que todo documento de civilización, una barbarie que se la da de civilizada, también es un documento de barbarie.
Sin embargo, cabe preguntarse, ¿esa denominada Campaña es sólo un “exceso” de las elites de la última parte del siglo XIX? ¿Es posible comprender el genocidio indígena como un hecho anómalo y fortuito, un fenómeno que merece ser memorizado pero que su destino no puede desbordar el archivo historiográfico? Al mismo tiempo, el asesinato masivo ¿constituye una exclusividad de la particularidad denominada “comunidades originarias”?
A la luz de los sucesos en el contexto del estado-nación durante el último siglo y medio, más que hablar de una práctica de un pasado muerto y olvidado que sería necesario recordar, quizás podamos caracterizar nuestro devenir de “nación” como signado por continuas “campañas al desierto”. Se trata más bien, de un forma genocidio, un proceso de territorialización que bloquea las derivas desterritorializadoras, que demanda el aniquilamiento de grupos sociales enteros. Pero que llegan a ser tales sólo porque son vistos y enunciados como una entidad “ontológica”. A partir de ese modo de visión y de enunciación, esa entidad es definida como un obstáculo insalvable que debe ser eliminado por medio del desplazamiento de la frontera que divide entre el ser o no-ser, entre terratenientes insaciables, exigentes, crueles, lanzados a la ganancia rápida y la acumulación indefinida, y las barreras al progreso. Sin embargo, esa forma genocidio no se reproduce indefinidamente tal cual como en aquella Campaña. En este sentido, la historia no se repite como destinación fruto de la providencia, como la perpetuación de una entidad con un sello estampado desde un origen, como repetición de la mismidad de lo mismo.
Cuando los que dominan las relaciones de poder, para solventar la crisis que ellos mismos crean, emprenden nuevas y renovadas acumulaciones originarias, éstas se configuran respondiendo al estado de esas relaciones.
Las políticas de estado que las clases dominantes desplegaron y continúan haciéndolo, se encuentran arraigadas en modos de ver y de enunciar que justifican el derrumbamiento, el sacrificio, cuando no el asesinato masivo de grupos sociales enteros. Se trata de una estrategia de poder que se actualiza cada vez de forma singular, constituye una singularidad, pero en base a un saber depositado en las napas subterráneas de la “nacionalidad” que brota a borbotones como violencia sobre una parte de la comunidad. Un poder que mantiene una relación indisoluble con un tipo de saber que siempre legitima el corrimiento de las fronteras, ya sean territoriales, ideológicas, jurídicas o morales por medio de la violencia, pero cuyo fin se fundamenta, absolutamente, como ajeno a ella; una especie de saber que legitima el avance arrollador de las clases dominantes hacia los espacios topográficos, económicos, lingüísticos, que ocuparían unas entidades vistas como “salvajes”, “focos de contagio”, “inferiores”, “subversivas”, siempre “violentas”.
Inmediatamente después de la Campaña al Desierto, la generación del ‘80 creó un conjunto de instituciones que se integraron a ese dispositivo de poder, entre ellas la escuela pública, obligatoria y laica como espacio de visibilidad. ¿Qué es lo que se ve desde la institución escolar a fines del siglo XIX? La “barbarie” indígena, negra, gaucha y, sobre todo, a la migrante anarquista que comenzaba a organizarse en sindicatos y mutuales obreras; también, a los pobres y marginados. La nación oligárquica agroexportadora requirió de la producción de homogeneización colectiva que arrasó con hábitos de vida, pulverizó las costumbres y las lenguas de las diferentes comunidades que habitaban el territorio nacional, y la escuela cumplió esa función de normalización y homogeneización por medio de la escolarización de cada alumno más allá de la familia que tuviera. La escuela se convirtió en un espacio de internamiento donde “el comportamiento del niño [fue] reglamentado y vigilado, sometido a la adquisición de conocimientos, capacidades, hábitos, valores, modelos culturales y estilos de vida que le [permitieron] asumir el rol ‘productivo’ en la sociedad” (Castro-Gómez, 2011: 167). El objetivo era producir un sujeto apto para incorporarse como fuerza de trabajo disciplinada en el sistema productivo bajo el modelo agroexportador.
Posteriormente, cuando los obreros “irreductibles” portadores de “ideologías extranjeras” en la Patagonia o en los Talleres Vasena desbordaron los dispositivos de normalización, fueron las fuerzas represivas del ejército o de la policía las que liquidaron a los rebeldes.
Asimismo, la novela El río oscuro, de Alfredo Varela [1943], condensa la explotación y la opresión de los trabajadores/as tareferos/as en otro contexto espacio-temporal, durante las primeras décadas del siglo XX en el Alto Paraná. Allí se narra cómo se destruye la naturaleza, la selva y el cuerpo de las y los obreras/os de la yerba con la única finalidad de la codicia, la acumulación de capital y de dinero.
Volvemos a encontrar, unas décadas después, este régimen de poder que ve y enuncia como “cabecita negra” a las masas trabajadoras que migraban desde la Argentina profunda hacia los centros urbanos para incorporarse al proceso de industrialización a partir de la segunda parte de la década del 30; cuando se produjo el acontecimiento del 17 de octubre de 1945 le permitió a la clase culta e ilustrada ver a esos “cabecitas” como un “aluvión zoológico”. Estos enunciados que por sus reenvíos y correlaciones recíprocas utilizan la gramática “campaña al desierto” fueron utilizados por las clases dominantes para justificar la explotación de las clases pobres por el capitalismo; no sólo los indígenas, los negros, sino también los pobres y, fundamentalmente, los pobres rebeldes fueron concebidos como inferiores biológicamente, lo que terminó legitimando los bombardeos a la plaza pública en junio de 1955.
Fue la impronta de la última dictadura cívico-militar (1976-1983) que asumió la tarea de “la guerra sucia” para desplazar las fronteras “ideológicas” del “ser nacional” por medio del genocidio, frente a la amenaza de una “extraña naturaleza, ajena y peligrosa”. El Terrorismo de Estado fue el instrumento para “exterminar” a los elementos “subversivos” como garantía de la defensa “del modo ‘civilizado’ de vida argentino, occidental y cristiano”, la modalidad para “liberar las fuerzas productivas de las ataduras del intervencionismo estatizante”, de acuerdo a la formulación de un ministro de aquella dictadura perteneciente, precisamente, a una de las familias beneficiadas con la Campaña de 1879-1880.
Paralelamente, este diagrama de poder continúa desplegándose en las actuaciones del Poder Judicial, cuando una Cámara de la provincia de Tucumán, en un fallo memorable, resolvió anular unas elecciones provinciales en el año 2015 porque la gente no sabe votar; la llamada Justicia dispuso anular una elección porque ha visto que los ciudadanos “no votan con plena conciencia”.
Otro tanto acontece en el dominio educativo cuando un ministro de estado afirma que “no puede haber independencia sin educación, y tratando de pensar en el futuro, esta es la nueva Campaña del Desierto, pero no con la espada sino con la educación”. Sin eufemismos, el funcionario anuncia el proyecto de la destitución del sistema público de enseñanza mediante una “reforma educativa”, que permita arrasar con los contenidos curriculares para que la escuela enseñe los conocimientos que demanda el poder económico globalizado.
En consecuencia, más que entender a la Campaña al Desierto, exclusivamente, como una avanzada militar que asesina y despoja territorios, podemos asimilarla, más precisamente, como un dispositivo de poder de las clases dominantes que se extiende por diferentes dominios sociales y que no está exenta de la apropiación de tierras “productivas”. Desde esta perspectiva, hay una forma “campaña al desierto” que es el modo de administrar el poder por los dueños del capital y del dinero, que ante la amenaza de obstáculos para la acumulación indefinida, despliegan esa forma de gestionar el poder, un dispositivo regido por una racionalidad instrumental. Un modo de la racionalidad moderna que se funda y objetiva en un sistema de violencia como medio para alcanzar finalidades definidas de antemano como legítimas y que se presumen, paradójicamente, como ajenas a toda violencia.
(*) Conductor de Panorama Federal / Radio Gráfica
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“No entregar Carhue al Huinca” (1996) de Estudio Res, Políptico de 23 fotografías, gelatina de plata sobre papel.