Por Eliana Cabezas *
El piropo lejos está de ser un halago. No difieren las palabras. Son todas iguales: cómplices de un mismo sistema opresor. Pues ese reconocimiento reproduce las relaciones de dominación. Al caminar por la calle, la sensación de estar corriendo peligro es una constante. La exageración es inexistente. El cuerpo no miente. La vivencia, aún menos. Nadie me garantiza que el discurso no se convierta en una mano inapropiada, en una acción sin consentimiento.
Los casos aislados, un edificio fácil de derrumbar. Un short lo suficientemente corto. Una remera apenas escotada. El complemento perfecto para recibir un sin fin de calificaciones. La vestimenta va variando, la secuencia se repite. A veces más, otras menos. Cansa. Agobia. Llena de impotencia y, sobre todo, violenta. Desde que empecé a desarrollar mi cuerpo escuchó las opiniones de los desconocidos sin querer saberlo. Mis pechos y caderas, el camino directo al infierno. Los complejos instalados. Los miedos que permanecen. La memoria intacta y un par de escenas desafortunadas.
Sacó un pasaje al pasado sin una fecha exacta. Me remontó a la época de la secundaria. Tomó el trayecto de siempre. Derecho por Defensa hasta Carlos Calvo. De pronto, me llega un mensaje de texto. Era mi amiga, que me avisaba que no la pasara a buscar porque no iba a ir al colegio. Continúo. Me percató de un par de movimientos extraños. El falso déja vu. Un hombre, la misma maniobra. “Creí haberlo visto doblar en la esquina anterior”, pensé. Y no terminó de hilvanar la idea. Shock. Me habían tocado mi intimidad. No supe cómo proceder. Apenas atiné a canalizar mis emociones en un “¡Pelotudo!” y corrí. Las piernas cobraron vida propia. Temblaban. El corazón me atravesaba el cuerpo con sus latidos. La respiración se me entrecortaba. El miedo, la compañía con la que conté hasta llegué a destino. Después, el silencio. Hablar podía costar caro. Quizás perdía la libertad de transitar sola por la calle.
Escapó de la realidad en búsqueda de tranquilidad. Abandonó el pasado y me dirigió hacia la parada del colectivo. Era temprano. El sol todavía no se había asomado. El bosque estaba oscuro y penetrante. A lo lejos, la nada. Solamente algunos autos que circulaban. Nada fuera de lo normal, hasta que una moto se frena. Observó una mirada depredadora. El lobo, al acecho.
- ¿A dónde vas? Te alcanzo
- No. Espero el bondi – le contesté
- Dale. Decime y te llevó
Dejé de escuchar y empecé a responder por inercia. Mi preocupación, una sola: encontrar una posible escapatoria. A la izquierda, árboles. A la derecha, el abismo. El tiempo disminuyó su velocidad. Se detuvo de una manera diabólica. Luego, la abstracción. “Hasta acá llegué”, me dije. Sentí desesperación y angustia. La garganta se me hizo un nudo. La bronca se depositó en mis ojos. Quería que todo terminara.
- No tengas miedo, no te voy a hacer nada – exclamó
- Hijo de puta – imaginé contestarle
Recree unas cuantas respuestas, aunque ninguna salió de mi boca. Los riesgos eran demasiado altos. La calle se hallaba desolada. Cerré los ojos y me entregué al destino: había desaparecido. Intenté calmarme, pero fallé. Los nervios se apoderaron de mi. Tenía miedo de que aquel sujeto volviera por más. Dirigí mi vista hacia el horizonte. Una, dos, tres veces y nada. Tan sólo acosos disfrazados de cumplidos. Mi ser, a la defensiva. La amenaza, en todas partes. Me subí al primer ramal que llegó. No me importaba el dónde, sino salir de ese lugar.
Evadir la situación para sumergirse en otra. Pecar de ilusa. Huir de la violencia es imposible. Está en todas partes. En el “hermosa” de un desconocido. En el grupo de chicos que te gritan su número de télefono. En el taxista que maneja a la par tuyo haciendo gestos obscenos. En la naturalización de esos hechos y su complicidad. Es necesario darle a la problemática la entidad que merece. No es fácil estar de este lado, ni mucho menos ser la oprimida.
*Área periodística de Radio Gráfica