diciembre 03, 2024

Una palabra que cuenta

Una palabra que cuenta

La decisión del gobierno de Mauricio Macri, mediante un decreto de necesidad y urgencia, de desconocer la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LSCA) se inscribe en la intencionalidad expresa de la alianza neoliberal-conservadora en el poder de garantizar, a como dé lugar, los negocios del poder económico en el dominio de las comunicaciones y la convergencia tecnológica. El cinismo del jefe de gabinete Marcos Peña al efectuar el anuncio no puede ser más conceptual: “la desconcentración o no, no puede ser el objetivo, sino la pluralidad”. Con un discurso fundado en un falso diagnóstico, “con la ‘ley de medios’ el gobierno kirchnerista quiso eliminar a los medios opositores”, el funcionario pretende desconocer que concentración mediática y multiplicidad de voces constituyen una contradicción en sí misma.
En las primeras tres semanas de gestión, el nuevo gobierno, con la complicidad de una parte del Poder Judicial, pretende instalar una nueva legalidad a golpe de decretos bajo los cuales deberían subordinarse la constitución y las leyes: en las medidas adoptadas, puede leerse como la metacomunicación oficial, lo explicitado sin ser dicho, “ahora, la ley somos nosotros”.
Pero más significativo aún es la finalidad del gobierno de derribar uno a uno los derechos y emblemas de la época anterior. Después de decretar una de las más grandes transferencias de recursos económicos desde el pueblo trabajador hacia el poder económico del orden del 45%, justificada en la zoncera “ahora pueden comprar dólares hasta 2 millones por mes”, y cuyos efectos ya empiezan a vislumbrarse en la vida cotidiana de los laburantes, el macrismo pretende sepultar de un solo trazo los símbolos del proyecto nacional, en primer lugar la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual aprobada por el Congreso en octubre de 2009.leydem
Así como la Revolución “Libertadora” en 1956 pretendió borrar de la memoria, mediante el Decreto 4161, la experiencia popular del peronismo al impedir pronunciar las palabras que expresaban la distorsión fundamental por la igualdad y la justicia social, los conceptos y los afectos que habían puesto en cuestión el orden “natural” de la dominación, y de los nombres propios, “ese hombre” y “esa mujer” que lideraron aquel tiempo, Macri cree que con un decreto puede disolver en el aire las enseñanzas y los aprendizajes populares en la construcción de la ley más debatida en la historia argentina.
Es cierto. La historia no se repite ni al derecho ni al revés, pero a veces no podemos resistirnos de hacer algunas comparaciones. Aunque se nos señale que aquello pasó hace 60 años y, como no, que estemos sometidos por cierta metafísica trascendental, nos da la impresión que estas escenas, con otros actores y otros atuendos, ya las vimos antes. Rememoración de los fantasmas del pasado actualizados o no, los hechos están a la vista: se quieren llevar puestos 25 años de lucha por la democratización de las comunicaciones que encontraron el cauce del gobierno popular para hacerse ley.
Ya se sabe que la ley protege los intereses de los más débiles, instituye derechos donde no había nada. La única ley en la que creen los poderosos son las del mercado. Es decir, las leyes del dinero y el capital, refrendadas sin vueltas por los dichos del ministro Oscar Aguad y los decretos del gobierno.
Es bueno recordar que la LSCA, que significó un triunfo político y cultural de “lo popular”, porque reconoce a las organizaciones populares como sujetos de derechos de la comunicación y la información y prescribe una reserva de espectro del 33% destinadas a “los prestadores privados sin fines de lucro”, reemplazó al decreto 22285 de la dictadura cívico-militar.
En un contexto de predominio de “la doctrina de la seguridad nacional”, que configuraba el sistema de medios como parte de la lucha contra “el enemigo interno”, la dictadura cívico-militar habilitaba la prestación del servicio de radio y televisión exclusivamente por parte de sociedades comerciales.
A partir de la sanción de la ley 26522, los que habían concentrado y monopolizado las comunicaciones, del mismo modo que habían concentrado el dominio y el control de la economía a partir de marzo de 1976, deben someterse a nuevas reglas. Las organizaciones populares no sólo pueden tener sus propios medios de comunicación, dejando de ser objetos de la persecución estatal bajo la calificación de “clandestinos” y con el riesgo siempre latente del decomiso de sus equipos de transmisión. Los medios de comunicación populares emitirán radio y televisión en igualdad de condiciones con los otros medios.
En este sentido, la recepción masiva de los medios estará definida por su oferta de contenidos y de ningún modo por condiciones operativas de transmisión. En otras palabras, hay que competir. Los medios, más allá de su volumen económico, podrán captarse sin dificultades por oyentes y televidentes.
Sin embargo, este proceso democratizador que asegurara al oyente y al televidente la posibilidad certera de encontrar en el dial del receptor una oferta ampliada de productos y medios, que por primera vez en la historia de la radiodifusión abría la potencialidad a las radios y televisoras populares de penetrar con sus contenidos a un público masivo, quedó a mitad de camino.
La ausencia de un Plan Técnico de Licencias, la convocatoria al proceso de concursos públicos para la adjudicación de aquellas en los grandes conglomerados urbanos, donde la demanda de frecuencias supera con creces la oferta disponible, y la regularización del espectro por parte de la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (AFSCA), no se explica solamente por la gestión de ese organismo ahora eliminado.
Existieron ideas, conceptos y nociones que constituyeron los presupuestos que se pusieron en juego durante estos años: la imposibilidad de “lo popular” de jugar en primera en el territorio mediático.
La mirada estatal cuestionó a “lo popular” como creador de comunicación y cultura y las organizaciones populares fueron avizoradas más como espacios pintorescos, amigables, más “objetos” de la gestión del estado que sujetos protagonistas de la lucha cultural.
Hasta la sanción de la ley 26522, las organizaciones e instituciones fueron concebidas como sujetos de derechos, sin embargo, desde su vigencia se abandonó el impulso inicial dejando a los medios populares de las grandes ciudades librados a su suerte. Se siguió pensando que la comunicación “en serio” es patrimonio exclusivo de las empresas de comunicación.
Ahí apareció alguna coartada sobre la que sería apropiado reflexionar: el tema de la “sustentabilidad” de los medios.
Con buenas intenciones, algunos sectores sostuvieron la primacía de la “sustentabilidad”; esta configuraría una condición para la democratización de las comunicaciones. Desde esta perspectiva, se preguntaban ¿cómo iban a hacer los medios populares y comunitarios para remunerar a sus trabajadores, pagar los impuestos y servicios, renovar la tecnología y gestionar las emisoras? Como respuesta ofrecían que había que resolver el acceso de los medios a los recursos económicos mediante políticas de estado para luego abordar el tema de la adjudicación de licencias que, de lo contrario, colocarían a las cooperativas, asociaciones civiles, pymes y micropymes en una situación de no sustentabilidad frente a las obligaciones económicas que demandarían la nueva legalidad. No dejaban de ver a los medios populares y comunitarios, periodísticamente, como precarios a la hora de informar, estrictamente barriales por su agenda y cobertura, su falta de rigurosidad para tratar los “grandes” temas e irrelevantes por su alcance de audiencia. En síntesis, eran las radios del barrio que escuchaban algunos vecinos y amigos.
Sin embargo, la solución, aunque era sencilla no se hizo: había que proveer pautas oficiales a los medios populares
En el plano de la gestión, entendían que dichas organizaciones eran insolventes para cumplir con sus obligaciones impositivas y que se movían en una economía marginal y de subsistencia.
La asunción de este cuerpo de ideas, que aún presuponen más la entidad “moral” de los que hacen el medio, que la efectividad de la inserción comunicacional real, es el resultado de no escuchar a los medios populares en un doble sentido: por un lado, informarse a través de, y analizar con, los medios “importantes”, donde hablan las personalidades “destacadas” y “reconocidas”, aunque sepan de antemano que ese habla, de qué hablar y de qué no, está configurado por una línea editorial subordinada a las empresas que pagan la enorme publicidad que reciben; por otro, en el plano político, que no escuchan las demandas de las organizaciones populares, la palabra de la parte de los sin parte que plantean desde hace varias décadas una nueva distribución de las partes del dominio comunicacional.
No se trata de ningún modo de “la voz de los sin voz”, argumento condescendiente y colonizado, sino que esa voz existe desde los” cielitos” de Bartolomé Hidalgo en el Sitio de Montevideo hasta el presente y que en esta actualidad esa voz popular cuenta y es tenida en cuenta por el pueblo que está del otro lado, la que constituye las audiencias.
Ante el apagón informativo impuesto por el gobierno, con la intencionalidad de uniformizar la información y el pensamiento en el regreso argentino al mundo neoliberal, el pueblo siempre encuentra en las calles, las plazas y los medios populares para decir su palabra. Las movilizaciones populares y el crecimiento de las audiencias en el último mes así lo atestigua. Por ahora, no estará obligado a inventar metáforas como antaño, “el que te dije”, “el hombre”, “la reina”, para referirse a sus líderes. La palabra del pueblo es tenida en cuenta, aunque los herederos de Platón en el siglo XXI sigan advirtiendo que son sólo ruidos, como los que hacen los animales frente al dolor y al placer: la simple barbarie.

AW/GF/RG

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