A pesar que su hija Luana ya tiene DNI, Gabriela Mansilla no descansa. Constantemente está brindando conferencias para contar las dificultades que tuvo que atravesar y servir de ayuda a aquellos que se encuentran desorientados. Pero sabe perfectamente que “ésto es solo el comienzo”.
No bastaba con mirar, había que ver para poder dar cuenta lo duro que podía llegar a ser el campo de batalla. Había que ir más allá de las apariencias para entender que lo que estaba en juego era mucho más que la obtención de un derecho: era la integridad física de Luana, que pedía a gritos que se le respete la identidad de género. Sin embargo, pocas personas supieron comprenderlo. Una de ellas fue su madre, Gabriela Mansilla, que no se dejó llevar por el qué dirán y luchó incansablemente para que su hija obtuviera el DNI que tanto necesitaba. Ese que le permitiría dejar de ser humillada en el colegio o en la sala de espera de alguna guardia.
«Tenía un serio problema cuando la llevaba al médico, ya fuera porque le iba dar una vacuna o porque estaba con un broncoespasmo. Llegaba con una nena descompuesta y como en el documento figuraba un varón no la querían atender. La secretaría no entendía. Miraba el carnet, la miraba a ella y decía ‘pero acá figura otro nombre’. O la llamaban por ‘Manuel’ delante de toda la gente en vez de hacerlo por el apellido», expresa Mansilla con un dejo de indignación. Y agrega: «Me acuerdo que una vez se abrió el mentón y la llevé a la guardia para que la cosieran. Cuando la ve, el médico la empieza a tratar como Manuel. Le repetía ‘tenés que calmarte y dejarte coser’, pero ella no lo hacía. Le daban ataques peores, gritaba. Hasta que en un momento, se cansó y le dijo ‘Luana me llamo, no soy un varón'».
La discriminación era grande, el conflicto constante. Pues a Lulú no sólo le negaban la salud, sino también parte de su ser. Iba a comprar muñecas y le querían vender pelotas de fútbol, iba a comprar vestidos y le querían vender pantalones. Los comerciantes se metían en terrenos que no les correspondían, «pecaban de ignorantes». «Un día fuimos a comprar a la farmacia y de chanfle vio la góndola de los perfumes. Se soltó, salió corriendo y agarró uno de la princesa Aurora que tenía una muñequita en la tapa. Lloraba a mares. Me decía ‘mamá por favor compramelo’. La gente pasaba y veía a un nene abrazado a un perfume de nena. Entonces empecé a naturalizar las cosas. Me pregunté ‘¿qué tiene de malo?’ y decidí comprarlo. El tema fue cuando llegamos a la caja, porque la vendedora en vez de pasarlo exclamó ‘este no es para vos, para nenes tenés otros. Hay del hombre araña, de Cars.'», manifiesta.
El ambiente podía cambiar, las personas también, pero las situaciones a las que se enfrentaba la mamá de Luana eran las mismas: intolerancia, desprecio, desconocimiento. Una y otra vez tenía que explicar qué era una nena trans y argumentar por qué debían respetarle la identidad de género a su hija. Incluso, en el jardín, participó en varias reuniones para interiorizar a padres y profesionales en el tema. Aún así hubo unos cuantos oídos sordos. No faltaron las maestras que le impidieron ir al baño de nenas, no escasearon los nenes que le negaron la palabra. «Tuve que atravesar de todo. Desde que me traten de loca, desde que la traten a ella de gay, del ‘putito’. Los compañeritos dejaron de mirarla. Se burlaban, se reían. Es más, algunos le pegaban y le preguntaban dónde había metido el pene. Pero, lo que más me llamó la atención es que eran los hijos de esas madres que me dejaron de hablar y se enojaron conmigo por haber metido en el colegio al nene vestido de mujer en vez de haberme ido a otro», revela. Pero, los malos tratos no fue lo único que tuvo que tolerar. También se vio obligada a escuchar los peores consejos. “Me han dicho por qué no te vas y empezas una nueva vida. Y pensaba por qué lo tengo que hacer yo si no le hice daño a nadie. Esas cosas me daban mucha bronca. Por eso en vez de escaparles, las enfrenté. Ojo, no lo hacía por mí, sino por ella”.
La mirada del otro estaba cargada de prejuicio, de rechazo. Eran muchos los que no comprendían el por qué de la situación, eran otros tantos los que preferían tildar de «loca» a aquella mujer de cabellera negra que supo dar todo con tal que su hija esbozara una sonrisa y dejara de automutilarse. No obstante, la preocupación mayor no se estaba en el afuera, sino en su propia casa. «El mundo al que yo le tenía miedo era al de adentro. Ahí era donde verdaderamente se me complicaba. El padre era una persona muy violenta y sí caía con algo de nena tenía quilombo. Por eso más de una vez esperábamos a que viniera mi hermana y hacíamos como que me lo había regalado. A ella, como era externa, no le iba a hacer ningún escándalo”, confiesa mientras la impotencia se va apoderando de ella. Pues Gabriela sufrió mucho durante aquellos años que estuvo en pareja. Su voz lo dice, su cuerpo lo expresa, no quiere volver a padecer ninguna situación violenta, se niega a que sus hijos pasen otra vez por lo mismo. “Cuando él dormía teníamos que hacer silencio por eso los bañaba en la cocina. Si llegaba a hacer ruido, se despertaba y rompía todo. Siempre era así. Eso sí, las veces he tenido que atravesar por situaciones violentas saque a los chicos y los encerraba en una pieza para que no lo vieran”, expresa.
Los de afuera no la comprendían, la juzgaban. Le aplicaban el método de la indiferencia y le daban donde más le dolía. Pese a ello, Gabriela siguió pelando. No se dio por vencida, no se quedó jamás con la negativa. Pues tenía el camino claro, sabía muy bien qué era lo que anhelaba: la felicidad de Lulú. «Nunca le tenés que enseñar que se esconda porque sino asumís que está en falta con algo. En ese sentido, el trabajo es constante. Todos los días decae. Ella se levanta y me dice ‘quiero ir divina hoy a la escuela’, pero en donde haya un nene que le diga algo se derrumba. Por eso siempre le recuerdo que es hermosa, que la quiero así como es. Sé que cada cosa que le digo le va quedando y le sirve de contención para, en un futuro, agarrarse de esos mismos valores que le fui inculcando», explica. Es que tan pronto como supo que ‘yo nena, yo princesa’ no era un juego, sino la forma que tenía su hija de expresar lo que realmente sentía, se puso a investigar en profundidad sobre aquel mundo que le era desconocido y descubrió que había un alto índice de suicidios en las personas que eran trans. “Lo único que pretendo es que ella esté bien. No busco más que su bienestar. En un momento, recuerdo que tuve mucho miedo porque se arañaba la cara, se rechazaba a si misma. Su problema era el pene y el pelo largo, que era lo que la hacía diferente a las demás nenas. Se ponía lo que encontrara en la cabeza, hacía todo lo que fuera posible con tal de parecerse a las otras chicas. Fue entonces cuando me pregunté ¿con el pene qué hace si es lo que sobra? Y dije está nena se corta. Ahora, por suerte, estoy más tranquila, pero los temores permanecen”.
Los adultos ponían el foco en lo genitales, los más jóvenes en la persona. Los adultos preguntaban que había debajo de la pollera antes que iniciar cualquier actividad, los más jóvenes tan sólo se preocupaban por jugar. Los nenes, al no estar contaminados por la cultura y la moral, aceptaban a Luana tal cual era. Incluso, su hermano fue el primero en hacerlo. “Ellos se comunican más allá del cuerpo. No se preguntan si tienen pene o vagina para interactuar. Y así era la relación con su hermano. Él estaba todo el día con Lulú, conocía sus gustos, que era lo que quería. Es más, fue el primero en respetarle su identidad”, comenta. Y recuerda: “El día del niño siempre era un drama porque no sabíamos que regalarle. Le dábamos una pelota o un autito y se ponía mal. Vivía triste. Hasta que, en una de esas, viene el padre y me dice ‘el hermano ya lo sabe’. Entonces fui y le pregunté a él ‘¿vos tenés idea qué podemos hacer para que Manuel no llore? A lo que me contesta ‘regalarle una muñeca’”.
Si bien desde el momento que atravesó las puertas de la Comunidad Homosexual Argentina contó con una gran contención e información en lo que respecta al tema, Gabriela Mansilla nunca terminó de saciar su curiosidad. Es por ello que investigó hasta donde pudo e intentó asistir a cada uno de los eventos que se le presentaron. Siempre con un mismo objetivo: conocer el futuro que le deparaba a su hija. “Cuando fui a la Marcha del Orgullo Gay me caí redonda. De pronto, me encontré sentada frente al Cabildo llorando a más no poder porque veía a Luana en cada una de las chicas que pasaba. Me decía ‘así quiero que sea’ o ‘así no va a ser’. Es muy fuerte la realidad. Para la gente común es más fácil cerrar los ojos y mirar para otro lado, hacer de cuenta que no existe. Pero yo fui a cruzarme con ella. Iba a chocarme con lo que viniera, no me importaba. Lo único que necesitaba era saber qué le iba a pasar a Lulú”, expresa exacerbada.
Las batallas que tuvieron que atravesar Gabriela y su hija fueron arduas. Se enfrentaron a toda clase de adversidades. Desde el rechazo de los menos informados hasta el desconocimiento de los más profesionales. Desde la negativa al pedido de DNI hasta la categorización prejuiciosa de los medios hegemónicos. Pese a ello, no se dieron por vencidas y siguieron luchando. Ahora, la situación cobró otro color. Pues ya hace un año que Luana tiene documento y se le respeta la identidad de género. “Todavía queda mucho por hacer. Los niños trans existen y hay una parte de la sociedad que lo está ignorando. No se visibiliza. Por eso, para que esto cambie, estamos haciendo un trabajo de hormiga con charlas y conferencias. Y, aunque este hablando de mi hija y me duela, lo tengo que hacer, porque es la única manera de llegar. Sé lo que sufrió y lo que le queda”.
* por Eliana Cabezas – Área Periodística Radio Gráfica
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